RABONES

05-08-2022



(María Carolina Farr)

En el vaivén de las suaves y sinuosas curvas del camino asfaltado, comienzo a bostezar. Entretanto, el auto se va meciendo sobre las lomas de la montaña, asomo la cabeza por la ventanilla sintiendo el aire fresco que me saca del sopor, para así volver a poner atención plena al trayecto y a la ruta.
Cercos de polines y alambre púa dividen los predios, bordeados por una hilera de álamos agrupados que dan sombra a vacas, caballos y corderos que pastorean su día rumiando el tiempo.
Cada cierto tramo está poblado por unas cuantas pequeñas casas hechas con adobe, de techos bajos y escasas tejas. Casas sencillas que humean hogar.
Bajo la velocidad y a mi paso, unas gallinas que picotean pasivas en la orilla del camino, corren, revolotean, cacareando despavoridas y asustadas.
El tiempo pasa lento en Rabones. Aun su gente no ha sentido la invasión de la ciudad y levantan la mano para saludar al pasar, con su amable sonrisa y serena mirada.
Es un valle místico, bañado por las cristalinas aguas del rio Putagán y enarbolado de abundante vegetación nativa que alberga especies silvestres como los loros Tricahue, aves de llamativo color verde olivo, que en grandes bandadas, se desplazan con una ruidosa algarabía que despierta el normal silencio del lugar, entre los cerros y espesos bosques de arrayanes y mañíos.
Rabones guarda la tradición ancestral del carbón, el auto cultivo y cosecha precordillerana de una miel pura y cristalina. Es una comunidad de bienestar y tranquilidad en el que cualquiera que ame la quietud como yo, quisiera vivir.
Finalmente llego a mi anhelado destino, una acogedora casita, propiedad de uno de mis hermanos, que con su usual disposición y cariño, me la pasa cada vez que busco retirarme del bullicio y buscar la calma interior.
Tomo conciencia del lugar y de la paz que siento.
La vista es amplia hacia la verde llanura donde pastan algunos animales, acordonado por el imponente cerro Las Vizcachas, que en la cima corona un montículo de altas piedras con hermosas tonalidades oxidadas, asemejando una catedral en altura. Quienes, teniendo una buena condición física, han llegado hasta allá después de recorrer un empinado y largo camino, quedan extasiados con la vista al extenso valle y sus quebradas.
Yo solo me puedo imaginar lo que se debe sentir el casi tocar las nubes y escuchar el rugir del viento limpio y frio que bendice tu existencia, e igual me emociono.
Cae la tarde y el sol comienza a ocultarse detrás de los cerros. Aunque es verano, ya comienza a hacer frio.
Antes que oscurezca, camino hacía el añoso pino, el que seguramente existe con anterioridad a la casa. Recojo unas pocas piñas caídas desde su gran altura, que servirán para encandilar el fuego de la fogata con rapidez.
Sentada en un tronco, abrigada con una manta y en mis manos un vaso de vino, lápiz y papel, escribo lo que voy sintiendo bajo el humo y el calor del crepitante resplandor, escuchando el agudo cri-cri de los grillos y el grito de los queltehues.
El viento ha cambiado y las pocas nubes comienzan a dispersarse.
En la montaña el cielo es intensamente azul y en las noches estrelladas, estás se ven más grandes y brillantes por la ausencia de la luz eléctrica de la vida en la ciudad.
Busco una colchoneta que llevo hasta el pasto y me tiendo de espaldas bajo la vía láctea, que cuelga titilando sobre mí como una gran guirnalda de luces blancas, sostenida desde el cerro a la cordillera.
No quiero cerrar los ojos ante tan bella magnitud de estrellas, pero el sueño me vence.
Ya es hora de despedir la noche esperando un nuevo día, más liviana, más feliz.






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