VENGAN Y LO VERÁN…

14-01-2024



Raúl Moris G. Pbro.


El misterio de una vocación pasa por una experiencia vital que conmueve la vida entera de aquel que se siente llamado, por un encuentro que nos acerca al Señor, como el Otro que quiere entablar diálogo con nosotros, y nos da cuenta de quienes somos, cuánta es la gracia de ser escogidos, amados y enviados a comunicar esta experiencia. Ésta es la buena noticia que nos va a comunicar el Cuarto Evangelista cuando nos narra el momento en que los primeros discípulos tomaron contacto con Jesús y se sintieron irresistiblemente llamados a compartir este gozo con sus más cercanos, dando así los primeros pasos del caminar de la Iglesia.

El Evangelio del Discípulo Amado va, por cierto, a presentar su propia e independiente tradición de cómo comenzó a caminar la comunidad de Jesús, si los Sinópticos coinciden en presentar el primer encuentro de Jesús con los discípulos a las orillas del Mar de Galilea, Juan va a situar el inicio de este andar en Judea.

Si los Sinópticos coinciden en que el primer llamado será Simón, el pescador, seguido inmediatamente por los hijos de Zebedeo, el Cuarto Evangelio introduce la figura de Andrés, el hermano de Simón, este otro discípulo anónimo (¿el propio redactor, como testigo ocular?) y Felipe, como los primeros.

Si los Sinópticos establecen una cierta distancia entre los discípulos de Juan, el Bautista, y los de Jesús, al punto de sugerir que la conversión de aquellos al camino de Jesús, se produce una vez que Juan ha sido ejecutado, en este relato, se sugiere una cierta intención de continuidad, de relevo: es el propio Bautista quien dirige a sus discípulos hacia Jesús, es el propio Bautista, quien inicia el movimiento que lo despojará de su ministerio, y lo eclipsará, para que se manifieste el ministerio definitivo del Mesías esperado, y anunciado aquí de manera sorprendente: el “Cordero de Dios”, el que realizará su misión redentora con la ofrenda total de su propia vida, el que habrá de salvarnos en la medida de que no se reserve nada para sí mismo, en la medida de que se entregue por completo al sacrificio.

Este relato constituye asimismo una mistagogía, una introducción pedagógica que nos introduce en el seguimiento de Jesús como el resultado de una experiencia del Misterio; del Señor, que quiere revelársenos y nos invita a adentrarnos paso a paso en ese proceso de encuentro.

Lo primero que nos advierte el relato es que el seguimiento pasa por dejarse acompañar por aquellos que nos ayudan a hacer el discernimiento de la ruta y de Aquel a quien estamos invitados a seguir: los discípulos del Bautista, no se acercan espontáneamente a Jesús, no acuden a Él a partir de una natural curiosidad, ni tampoco a partir de una invitación directa: el texto alude a una cercanía aparentemente tangencial de Jesús al grupo de Juan: Jesús pasaba por allí, sin una dirección determinada (el verbo usado en el original el es griego peripateo: pasear, sin rumbo fijo) Jesús se manifiesta próximo, pero no impone su presencia.

Éste es el Cordero de Dios: el gesto clave para el acercamiento de los discípulos va a aparecer con la señal de Juan; es el propio Bautista, quien va a dirigir la atención de sus discípulos hacia Jesús, con el gesto indicativo y el sorprendente título mesiánico, que va a subvertir las expectativas que Israel venía incubando especialmente en las décadas previas a este anuncio: un Mesías que se impusiera con evidente potestad, con una presencia avasalladora y la persuasión de la espada, a la opresión secular en manos de distintos invasores, sin embargo, no es “León de Judá”, el título que brota de los labios de Juan, sino el “Cordero de Dios”, el manso animal destinado al sacrificio, con cuyo degüello se sellaban las alianzas, se propiciaban las súplicas, y se expiaban los pecados del pueblo.

Al escuchar este sorprendente y provocador título pronunciado por el Bautista se despierta en ellos el deseo de ir tras Él para conocerlo. El acto del Bautista es también elocuente en su enigmática brevedad: no hay un recitar de las tradiciones proféticas de modo de que sus seguidores sepan con claridad con quién van a encontrarse, no hay una explicación doctrinal en las palabras del Profeta, sino una indicación que revela, veladamente, la identidad del Señor.

Nunca Juan ha sido más maestro de estos discípulos suyos, que, en este momento, con tres palabras, se desprende de ellos señalándoles la nueva ruta que han de emprender.

Maestro, ¿Dónde te quedas? El primer diálogo en este encuentro también va a ser revelador, tanto de la identidad de Jesús como del modo del discipulado; y el acento estará puesto en el verbo que se repite tres veces en el fragmento: méno (permanecer, quedarse, demorarse un tiempo en un lugar).

La traducción española nos ha acostumbrado a leer la pregunta de esta manera: Maestro ¿Dónde vives? Como si los discípulos le estuvieran preguntando a Jesús por su casa, para seguirlo hasta allá; sin embargo, el Cuarto Evangelista sabe que Jesús es Galileo, peregrino, por tanto, también en las inmediaciones del Jordán; es más, en el versículo 14 del mismo capítulo, en el punto central del Prólogo, también se acentúa esa situación peregrina, como condición existencial: el texto declara el Misterio de la Encarnación en estos términos: “Y la Palabra se hizo carne, y habitó (literalmente: plantó su tienda [eskēnōsen]) entre nosotros”. La Encarnación es para el Cuarto Evangelio el Camino de la Salvación, porque, en la medida en que el Hijo eterno asume la condición peregrina del hombre, siempre en marcha, siempre sediento de llegar a la verdadera patria, haciendo también Él la ruta, puede conducir a la humanidad al encuentro, a la intimidad de la Casa del Padre.

Así, este peregrino, que se está quedando con nosotros, caminando con nosotros, invita a estos discípulos del Bautista a hacer la experiencia de quedarse con él, ellos permanecen con él la noche entera, (es la caída de la tarde la hora en la que se produce el encuentro y la escena siguiente transcurre al otro día) y es ese estar con el Señor, ese compartir y permanecer en la intimidad con Jesús, lo que los va a convertir en discípulos suyos.

El punto de partida no habrá de ser el correcto aprendizaje de una doctrina, o de unas prácticas piadosas, como pensaban los maestros de la Ley y los fariseos, o de una determinada ascética, como creían los Esenios, sino el encontrarse y el permanecer en un diálogo con Jesús en persona. Es esta experiencia lo que va a encaminar al seguimiento de Jesús a Andrés y al otro discípulo de Juan; en ese sentido es muy pedagógica la actitud del Bautista, al no darles más datos que el título mesiánico, y simplemente señalarles la presencia de Jesús, de modo que sea el acontecimiento vital del quedarse con el Señor la que cimiente este nuevo discipulado.

Y es ese, el mismo gesto del Bautista lo que ellos repetirán al día siguiente: la experiencia personal que han vivido con Jesús no puede quedarse encerrada en un intimismo estéril, sino que los habrá de empujar al anuncio, un anuncio que, una vez más, no pasa por ir y recitar un compendio doctrinal o moral, sino por invitar a otros, sin una mayor inducción que el testimonio de la propia y alegre transformación que el encuentro les ha proporcionado, y la convicción de haber hallado por fin a Aquel, cuya búsqueda los hizo ponerse en camino, para que otros lleguen a gustar también ellos mismos, por sí mismos, la presencia vital de Jesús, y así dejarse modelar por Él, para ponerse en marcha y salir a convocar discípulos hasta los confines del mundo.



http://www.diarioelheraldo.cl/noticia/vengan-y-lo-vern | 24-04-2024 06:04:48