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Opinión 21-04-2021
JOSE LUIS ROSASCO DESDE MIS RECUERDOS


Nunca tuve mayor cercanía con José Luis Rosasco, recientemente fallecido, pese a que lo encontré en infinitas veces en las reuniones de escritores de toda laya, que a menudo se formaban en la librería de Luis Rivano, especialmente en las tardes de los jueves o viernes, en su mítico local de San Diego 111.
Usualmente mi llegada a esas tertulias era pasada las cinco, hora en que salía de mi jornada en la Biblioteca Nacional. Ahí, Rivano pontificaba, criticaba, defendía con apasionamiento agresivo el gobierno de Pinochet y, la verdad, no dejaba títere con cabeza.
Los recuerdos más lejanos me remontan a noviembre de 1972, cuando una tarde vi llegar una comitiva de seis o siete personas a la librería, encabezada nada menos que por Neruda, aureolado por el Premio Nobel y que, a principios de diciembre, recibiría un homenaje en el Estadio Nacional, teniendo como anfitrión al General Carlos Prats. Rivano, por esa época tenía su local, abierto hacía poco, en el número 119 de San Diego. Más tarde se instalaría en el 111, donde permaneció hasta su muerte el 2016.
Pero el poeta parralino, acompañado de Homero Arce y Volada Teitelboim, buscaba la primera edición de Crepusculario y alguien le mencionó al librero de San Diego.
Con su sonsonete de costumbre, aire ausente y gesto etéreo, con aspecto de niño antojón, preguntó a Rivano por la obra. Éste lo miró de arriba abajo y le espetó: “Mira Pablo, no lo tengo, pero si lo tuviese no te lo vendería, porque me pagarías un coco de mono”
Homero Arce se apresura intervenir: “Por favor, tendrás otra cosa. Es para obsequiársela al Ministro”.
“De valor, nada”, dijo tajante Rivano, con los pulgares cogidos de los suspensores, a la manera de los carabineros.
La comitiva siguió camino, al parecer rumbo a la Moneda donde se le ofrecería una recepción a Neruda.
Esta actitud de Rivano, de jocosa altanería, era criticada por el muy medido y caballeroso Rosasco, quien llegaba siempre de atildado traje, correctos modales, precisas palabras y evidenciando en todo momento, una educación de salón.
A unos pocos, Rivano nos permitía visitar sus enormes bodegas repletas de libros en subterráneos que arrendaba en los alrededores de su local. Eran paredes y paredes de volúmenes que adquiría, a veces a vil precio y donde, en no pocas oportunidades, hallaba joyas bibliográficas.
Rosasco usualmente buscaba libros franceses o literatura de juventud. Tenía un gusto preciso y exacto para definir sus gustos literarios. Apreciaba la cultura en su forma más elemental, no aburrida ni latera. Rivano lo embromaba por sus largos años como Concejal de Ñuñoa, impulsándolo a postular a la Alcaldía. Pero el escritor, siempre meticuloso, sólo sonreía.
En una oportunidad lo acompañé por la Alameda de vuelta a la estación del Metro, de retorno a su hogar. Era un cuidadoso cultor del idioma castellano. Admiraba a Guillermo Blanco, a quien describía como un “autor de humor sabio”, pero no entendía a Nicanor Parra y su postura. “Ha hecho de su talento una especie de espectáculo”, me dijo una tarde, frente a una taza de té, en el centro de la capital.
Ya en el 2012 lo atacó una rebelde leucemia, pero creía que la ciencia médica estaba muy avanzada. Su tercera esposa María Isabel, 26 años menor que él, era su adoración y siempre le preocupaba llevarle algo de vuelta al hogar.
Fue en el 2014, poco antes de la muerte de Rivano, cuando nos encontramos por última vez en la librería. Uno de los hijos del librero nos tomó la fotografía que ilustra este artículo. “Para la inmortalidad” dijo José Luis.
Tal vez, así sea.

Jaime González Colville
Academia Chilena de la Historia
Freddy Mora | Imprimir | 1104