lunes 14 de julio del 2025
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 10-08-2022
Casa Cuéllar
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(María Carolina Farr)

Anoche soñé que volvía a la Casa Cuéllar.
Su abandono es abrumador. Paso por ahí camino a casa de mis padres, y su fachada olvidada cubierta de extensa mora es paisaje diario para quienes vivimos cerca, tanto así… que algunos ya no la ven.
Su imponente y triste figura me atrapa en alegres sueños de mi propia infancia.
Creo que una o dos veces caminé hacía la Protectora junto a mi mamá con mi Silabario bajo el brazo para hacer voluntariado junto a ella. No tenía su constancia ante las dificultades y desistí, un poco por vergüenza, otro tanto por pereza.
Grandes pilares hexagonales sostienen lo que queda de ella después del terremoto del año dos mil diez.
Mi hija me acompaña en el recorrido. Entramos por atrás, el único acceso disponible. Nos abrimos paso entre las moras y vigas caídas, cuidando de no pisar las podridas tablas que alguna vez fue un lustroso piso.
Pasamos por la lavandería, donde aún hay tres piletas de lavado. En lo que era la cocina, queda una puerta de refrigerador, un mueble con tres cajones intactos y una cocina desvencijada cubierta de óxido. En el espacio del comedor hay una pocas bandejas plásticas tiradas, textos escolares, planillas, y hojas sueltas esparcidos por todo el piso, olvidados como la misma casa.
Lo único noble que queda de esta, son sus maderas y su historia.
En uno de los dormitorios, que tiene el tamaño de un salón, hay alineados tres solitarios camarotes. Estos se ven en buen estado. Las ventanas con postigos apenas se sostienen de los carcomidos muros. A través del techo el cielo se ve azul.
En otro dormitorio más pequeño, pero de gran altura, como toda la casa; un viejo catre aún con colchón, guarda la historia y emociones de la niña a la que cobijó.
Para honrarla, la llamaré Leonor.
Hoy, una viga con musgo ocupa su lugar, anclando la cama en la eternidad.
Hay algo nostálgico en este cuarto que compartió con otras niñas: Sus muros de adobe roído, con restos de lo que alguna vez tuvo color, el marco de la ventana de un blanco craquelado a fuerza, por el paso de los interminables otoños y por la borrosa huella de sus iniciales, los barrotes que le daban seguridad limitando su libertad, o la guirnalda de moras, que iluminada por el sol, cae desde el techo sobre su tambaleante cama que cuelga entre las profundas cavidades del piso.
A pesar de que el lugar se ha vuelto peligroso, me envuelve un aire tranquilo que cautiva.
Nos seguimos adentrando entre escombros. Paso sobre una destartalada cuna para muñecas y más textos esparcidos, cuadernos con la letra de las niñas que ahí soñaron su primer amor y un mundo mejor.
Ante mí se abre un sector que reconozco y que pertenece a la entrada principal. Es una ancha y clara galería con grandes ventanales que dan a un patio interior donde aún existe un gran y añoso peumo, “El Peumo de la Gloria”, que hoy se ha vuelto impenetrable por las enmarañadas moras.
Las imágenes se avivan en mi mente. “¡Ahí había un piano!”, le digo a mi hija sonriendo e indicándole un lugar de la galería “¡y allá un aparador con cubierta de mármol!” “¡Por este lado estaba la Capilla!”, digo, caminando hacia la entrada, ya visiblemente emocionada. ¡No queda nada! Las tablas del piso y sus muros aún se conservan en parte.
Un tío abuelo, Raúl De Baeremaecker, hizo misa aquí cada vez que nos visitaba desde Puerto Montt. Mi familia se reunía esos preciados domingos en este espacio que aún mantiene un respetuoso silencio.
Antes de dejar la casona, vuelvo a mirarla. Ahora pertenece al lugar y al tiempo, a la naturaleza que la abraza lentamente hasta llevársela por completo.
¡Volveré aunque la casa no esté!
¡Un día volveré!
¡Mientras el Peumo esté, yo volveré!



Freddy Mora | Imprimir | 1361