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El Diario del Maule Sur
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Opinión 15-10-2023
COMENSALES DEL BANQUETE DEL REINO

Raúl Moris G. Pbro.

El pasaje del Evangelio según San Mateo que hoy estamos contemplando, está formado en realidad por dos temas distintos que el evangelista fusionó en uno solo: uno, que va desde el vv 1 al 10, la parábola del Banquete de Bodas, y los vv 11-14, en donde aparece una nueva, la del Traje de Bodas; dos parábolas que, por cierto, en el ensamble final, dejan saborear, en una primera lectura, una cierta fricción.

La primera parte, la Parábola del Banquete de Bodas, se inserta en la tradición de una de las metáforas que recorren transversalmente el desarrollo de la Sagrada Escritura, que aparece ya en tiempos de los profetas, entre los cuales, Is 25, 6ss. es uno de los ejemplos; la razón de la génesis de esta metáfora es bastante evidente: el Pueblo de Israel contaba dentro de su historia el recuerdo de los tiempos del semi-nomadismo en medio de un territorio inhóspito, que luego de asentarse en la tierra de Canaán, hubo de conocer los trabajos que implica el intentar que esa tierra seca, áspera, de clima riguroso, pueda producir frutos; que padeció una y otra vez ciclos de hambruna, nacidos de la sequía, de la devastación de la tierra en los períodos turbulentos de las sucesivas invasiones, de qué mejor manera este pueblo iba a expresar la esperanza puesta en el Dios de los padres, el Dios familiar, Dios que los acompaña en su peregrinar, Dios providente, que conoce el pesar de su pueblo y lo nutre con su mano, que figurándose el tiempo del triunfo definitivo de este aventurarse con el Señor, como el tiempo de la abundancia, el tiempo de la comida y bebida de sobra, el tiempo del banquete exuberante, de la fiesta más allá de todo cálculo, el tiempo en el cual esta tierra mezquina, por obra del Señor se transformaría de verdad en la tierra que ha sido prometida, esa que mana leche y miel.

Es por esto mismo que el milagro de la multiplicación del pan y los peces a orillas del Mar de Galilea tuvo tal elocuencia y fue considerado por los evangelistas como el signo eficaz de la verdadera identidad de Jesús: cuando para los pobres haya comida gratis y en abundancia, cuando la tierra sea pródiga en frutos, entonces será el tiempo del Mesías; en el signo del banquete reconocerán al Señor, habían dicho los profetas.

Isaías había llegado más lejos aún: la celebración del triunfo definitivo del plan salvador del Dios de Israel contemplará tres elementos: el banquete preparado sobre el monte santo de Sión, alcanzará no sólo para los hijos de la Alianza, todas las naciones acudirán hacia la Jerusalén restaurada para gozar del banquete, y el Dios de Israel manifestará así –y todos lo reconocerán como tal- que Él es el Señor de toda creatura, el Dios de todos los pueblos y que Israel ha de estar para siempre entronizada en la cima de las naciones.

En Mateo volvemos a encontrar el tema del Banquete y además asociado con el tema de la boda, otro metáfora de largo recorrido en la historia de la comunicación del plan de salvación que Dios nos tiene preparado: Dios ama a su pueblo como esposo fiel, y en el ejercicio del amor el Señor es incontestable, aunque su pueblo haya sido muchas veces infiel, aunque Israel, la esposa, se haya incluso prostituido en la idolatría (cf. Os 2, 11ss, Isaías 62, in al) al final el proyecto del esposo prevalecerá, la invencible fidelidad del Señor se impondrá y Dios la desposará para siempre.

Mateo introducirá en el desarrollo del tema del banquete su propia interpretación del curso de los acontecimientos de su tiempo: no es difícil reconocer en los distintos envíos de siervos para llamar a los renuentes invitados, a las generaciones de profetas rechazados y escarnecidos, e incluso a los primeros esfuerzos apostólico, como tampoco es difícil darse cuenta de cuánto resuena también la destrucción del Templo en Jerusalén a comienzos de la década del 70, a manos de las tropas romanas, en el relato de la reacción indignada del rey ante la porfiada negativa de los invitados originales; o entender la salida a los cruces de caminos, para convocar a gentes nuevas, venidas de todas partes, como el anuncio y la memoria de la expansión del envío misionero de la primera Iglesia que ya estaba inundando toda la cuenca del mediterráneo.

Si en la profecía de Isaías el banquete final sobre la cima del monte Sión es la ocasión del reconocimiento de la definitiva supremacía del pueblo de Israel como pueblo de la alianza; la parábola del Banquete de Bodas será el anuncio de la Iglesia como pueblo nuevo, escogido por el Señor, formado por la inclusión de todos los pueblos en el plan de salvación de Dios que se revela universal; revelación llena de esperanza, porque es a su vez la afirmación de que es inagotable la iniciativa del Señor, cuyo es el plan: a pesar del reiterado rechazo inicial, la invitación sigue extendiéndose, hasta llenar la sala de invitados, nunca asoma siquiera la posibilidad de que el banquete se cancele por falta de comensales, porque es también la afirmación de la esperanza de que en esa multitud que llena la sala, venida de los cuatro rincones del mundo, convocada en las encrucijadas de caminos, estemos también nosotros incluidos.

La segunda parábola la del Traje de Fiesta, hay que leerla mejor desde su versículo final más que como una continuación de la primera (que, de hecho, en su paralelo, en Lc 14, 15-24 termina con la mención de los convocados de los caminos, porque todavía queda espacio en el banquete, que se ha transformado en la fiesta de los excluidos); se trata de un modo de darle cuerpo al enigmático logion final: muchos son los llamados, pocos los elegidos. ¿Se filtró un vestigio de discriminación, de afán de exclusión, de fariseísmo tardío acaso, al final de esta parábola que deja las puertas abiertas para que el anuncio gozoso de salvación alcance a la humanidad entera?

De ninguna manera, sino que alude a la cuestión del modo de acoger la invitación es decir al tema de la Metanoia, del cambio de mentalidad radical que supone el abrazar los criterios del Reino para convertirlos en propios: ser comensal de la fiesta final del Reino exige haberse revestido totalmente del modo de ser, aprender a optar por las opciones del Señor; los convocados en los cruces de caminos han sido libremente invitados, no obligados a asistir; sin embargo, si alguien acepta la invitación, tiene que saber jugar según las reglas de quien con claridad lo invitó: no estoy honrando al huésped, si habiendo sido convidado a un banquete de bodas llego como si nada, sin haberme esforzado por revestirme de fiesta.

El trato del Rey al comensal mal vestido es elocuente en este sentido: el Rey le llama Hetairos, es decir: amigo, socio, compañero, (como en la llamada de atención a los rezongos del obrero de la primera hora en la parábola de los trabajadores de la viña) palabra que supone una comunidad de entendimiento entre ambos; el interpelado carece de respuesta: ha sido invitado a ponerse a la altura del que lo invitó, a comprender sus criterios, a actuar según ellos y no ha dado la talla; no puede, por tanto, más que enmudecer.

La invitación al Banquete del Reino al mismo tiempo que es gratuita es también exigente: espera de nosotros que nos juguemos la vida entera por acoger la acción recreadora del Señor en nuestras vidas, asemejándonos así cada vez más a aquel que nos ha abierto las puertas de su casa y preparado para nosotros su mesa.

Freddy Mora | Imprimir | 366