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martes 15 de julio del 2025
Opinión 27-02-2022
Dar Pasos hacia una Cristiana Lucidez
Jesús hizo a sus discípulos esta comparación: «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo», tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.
No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas.
El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca. (Lc 6, 39-45
Una convicción que la Iglesia del tiempo de los Evangelistas, de la segunda y tercera generación de cristianos, conversos venidos tanto desde las filas del judaísmo como del mundo pagano, expresó y dejó su huella en los Evangelios, fue la de la imprescindible e impostergable actitud de revisión frecuente de su propio caminar, del modo de vivir las exigencias personales y comunitarias del seguimiento del Señor. Esta convicción es la que empapa esta última sección de la enseñanza de Jesús a sus discípulos en la llanura, versión lucana del Sermón de la Montaña.
Esta convicción, ha permanecido en la Iglesia, con diversos acentos y matices, a lo largo de su historia; la Iglesia desde los comienzos de la Edad Media, la sintetizó en una fórmula latina que atribuyó a San Agustín: Ecclesia semper reformanda: la Iglesia siempre debe ser reformada.
Esta convicción es la misma que subyace y anima a todo proceso de discernimiento sinodal: la comunidad de los creyentes, comunidad nacida a partir del Misterio de la convocatoria de Dios a su Pueblo, pero peregrina en medio de las realidades de la historia y sus desafíos, como asimismo, portadora del pecado propio de la condición humana, ha de estar dispuesta a hacer, permanentemente y con honesta lucidez, estaciones en su caminar, de modo de revisar lo andado, de enmendar los tropiezos, de escrutar la ruta y sus paisajes, para continuar siendo fiel a la senda trazada por el Señor, y que tiene como misión, al final de la historia, encaminar a la humanidad entera al encuentro con el Padre.
¿Porqué esta necesidad de reformulación, de recurrente revisión de la ruta? Fundamentalmente porque en nuestra dimensión peregrina, profundamente humana, corremos el riesgo de embotar los oídos y cerrar los ojos, hasta el punto de dejar de escuchar y contemplar el Misterio de la llamada que nos puso en marcha, confiados en nuestras propias fuerzas, en la aparente solidez de las instituciones, de las tradiciones, en el barniz de autoridad con que solemos hacer el intento de sostener (y solapar) nuestras propias fragilidades; corremos el riesgo, del que no está exenta ninguna forma de religiosidad, una vez establecida e institucionalizada, de caer en el Fariseísmo y en el Catarismo.
Ciegos que guían a otros ciegos: A menudo en los Evangelios se utiliza la figura de la ceguera: de la ceguera sanada, la de los que entregándose sin reservas a la mirada y a la acción compasiva de Jesús, son llevados de las tinieblas a la luz, y se convierten en testigos del Señor y en discípulos suyos, tal así acontece en las dos célebres curaciones de la sección central del Evangelio según San Marcos, la sección acerca del discipulado, que se abre con la curación gradual del ciego de Betsaida (Mc, 8, 22-26), y culmina con la de Bartimeo, el ciego de Jericó, que entra al camino para seguir a Jesús (Mc 10, 46-52); pero también es clara la extensa diatriba del Cuarto Evangelio, en el signo de la curación del Ciego de nacimiento (Jn 9), que culmina con la condenatoria sentencia de Jesús, precisamente a los que se niegan a ver en la sanación de este hombre lo que ésta precisamente es: un signo de su identidad mesiánica: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: <>, su pecado permanece”.
La acusación a propósito de esta forma de ceguera, contumaz y persistente, recaerá con frecuencia en la actitud de los fariseos que aparecen en los Evangelios; estos expertos en la codificación e interpretación de la Ley, pero que, se han olvidado -en la escrupulosa observancia de su oficio- de la misericordia y de la primacía de la gracia y de la compasión de Dios hacia la miseria humana, serán, en los Sinópticos, el blanco de la denuncia de Jesús.
En qué consiste su ceguera; principalmente en fijar su atención de manera casi absoluta en el texto de la Ley, como dispositivo de salvación (y por tanto, creer que ésta se consigue mediante el solo esfuerzo de cumplirla meticulosamente, dejando sin trabajo a la sorprendente acción de la Gracia), reduciendo, de este modo, el seguimiento obediente a la llamada de Dios, a un código moral tan apretadamente estructurado, que, una vez estrictamente observado, pareciera hacer superflua la relación con Aquel, en cuya dirección la Ley habría de servir como itinerario.
Los fariseos estaban tan a gusto con esta formulación de su religiosidad, que cualquier intento de revisión de sus prácticas, les parecía inoportuno y blasfemo; estaban tan conformes y complacidos en la contemplación de su autoproclamada virtud, que no admitían una mirada crítica, y, al contrario, se habían erigido a si mismos como árbitros implacables ante cualquier amenaza de desviación de sus normas.
Esta actitud, sin embargo, no fue privativa de este grupo dentro del judaísmo, la tentación farisaica comenzó a manifestarse tempranamente en las nacientes comunidades cristianas, cuando ya los fariseos históricos estaban en fase de desaparición, y las comunidades mixtas formadas por cristianos, de raíces tanto judías como paganas se estaban estructurando, en la medida en que las distintas funciones y ministerios se iban perfilando; por eso su ceguera espiritual sirve de advertencia a este nuevo Pueblo de Dios, para que sus miembros no olviden que si no se revisa el paso, el pie puede extraviarse, y de tropiezo en tropiezo, puede sobrevenir la ruina.
La caída en el pozo, sin embargo, puede evitarse, en la medida en que, en vez de la empecinada ceguera de aquellos que se han erigido maestros en el juego de manejar formulas y dispositivos engañosamente salvíficos, en la comunidad, unos y otros aprendan a cultivar la humilde lucidez del que se sabe miembro de un pueblo de discípulos, que no pueden licenciarse a si mismos, y por si mismos, de la tarea de ayudarse a caminar en la dirección de la humanidad plena, propuesto por Jesús.
Pajas y vigas: el terrible pecado de creerse puros… Otro de los pecados de los fariseos, producto de su propia y culpable ceguera, es el del Catarismo, es decir, el considerarse como miembros de una élite escogida por su pureza, y que, desde esa autoproclamada pureza, se siente autorizada a enjuiciar y condenar su ausencia en el resto.
Este pecado, los sobrevivió en la Iglesia, a veces de manera herética y marginal, como ocurrió en el medioevo con los Cátaros, que en su obsesión por la pureza cortaron todo vínculo con la Iglesia que, por su parte, más tarde los exterminó.
Sigue, sin embargo, enquistada, sobreviviendo de manera más frecuente y sutil, en aquellas figuras censuradoras, modelos de erizada piedad, atentos a toda pequeña mancha que empañe la pureza que solo parece medrar peligrosamente custodiada en su sueño de una comunidad ideal, voluntariosa, que cree saber de antemano cuales son las contraseñas que permiten la entrada a su estrecha concepción de cielo; maestros de una moral tan rígida, que termina amargamente excluyéndolos de ese cielo, incluso a ellos mismos. Ésos incorregibles censores, inspectores de la paja en el ojo del hermano, cuya viga en el ojo se les ha vuelto tan connatural, que forma parte inseparable de su propio mecanismo de visión y juicio.
La lucidez necesaria para reconocer que el reto que la expresión Ecclesia semper reformanda, nos plantea, está lejos de perder su vigencia, es la que nos interpela desde este pasaje del Evangelio, de modo de cultivar la apertura que se precisa para reconocer al árbol a partir de sus frutos, que a veces tardan, que son un desafío para mantener alerta nuestra esperanza, mientras porfiamos en este peregrinaje con los pies puestos firmes en la tierra, sin perder de vista al Señor, Muerto y Resucitado, que nos extiende sus brazos para acogernos en la meta y hacernos entrar con gozo, abriendo de par en par, las puertas de la Casa del Padre.
Raúl Moris G., Pbro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo», tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.
No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas.
El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca. (Lc 6, 39-45
Una convicción que la Iglesia del tiempo de los Evangelistas, de la segunda y tercera generación de cristianos, conversos venidos tanto desde las filas del judaísmo como del mundo pagano, expresó y dejó su huella en los Evangelios, fue la de la imprescindible e impostergable actitud de revisión frecuente de su propio caminar, del modo de vivir las exigencias personales y comunitarias del seguimiento del Señor. Esta convicción es la que empapa esta última sección de la enseñanza de Jesús a sus discípulos en la llanura, versión lucana del Sermón de la Montaña.
Esta convicción, ha permanecido en la Iglesia, con diversos acentos y matices, a lo largo de su historia; la Iglesia desde los comienzos de la Edad Media, la sintetizó en una fórmula latina que atribuyó a San Agustín: Ecclesia semper reformanda: la Iglesia siempre debe ser reformada.
Esta convicción es la misma que subyace y anima a todo proceso de discernimiento sinodal: la comunidad de los creyentes, comunidad nacida a partir del Misterio de la convocatoria de Dios a su Pueblo, pero peregrina en medio de las realidades de la historia y sus desafíos, como asimismo, portadora del pecado propio de la condición humana, ha de estar dispuesta a hacer, permanentemente y con honesta lucidez, estaciones en su caminar, de modo de revisar lo andado, de enmendar los tropiezos, de escrutar la ruta y sus paisajes, para continuar siendo fiel a la senda trazada por el Señor, y que tiene como misión, al final de la historia, encaminar a la humanidad entera al encuentro con el Padre.
¿Porqué esta necesidad de reformulación, de recurrente revisión de la ruta? Fundamentalmente porque en nuestra dimensión peregrina, profundamente humana, corremos el riesgo de embotar los oídos y cerrar los ojos, hasta el punto de dejar de escuchar y contemplar el Misterio de la llamada que nos puso en marcha, confiados en nuestras propias fuerzas, en la aparente solidez de las instituciones, de las tradiciones, en el barniz de autoridad con que solemos hacer el intento de sostener (y solapar) nuestras propias fragilidades; corremos el riesgo, del que no está exenta ninguna forma de religiosidad, una vez establecida e institucionalizada, de caer en el Fariseísmo y en el Catarismo.
Ciegos que guían a otros ciegos: A menudo en los Evangelios se utiliza la figura de la ceguera: de la ceguera sanada, la de los que entregándose sin reservas a la mirada y a la acción compasiva de Jesús, son llevados de las tinieblas a la luz, y se convierten en testigos del Señor y en discípulos suyos, tal así acontece en las dos célebres curaciones de la sección central del Evangelio según San Marcos, la sección acerca del discipulado, que se abre con la curación gradual del ciego de Betsaida (Mc, 8, 22-26), y culmina con la de Bartimeo, el ciego de Jericó, que entra al camino para seguir a Jesús (Mc 10, 46-52); pero también es clara la extensa diatriba del Cuarto Evangelio, en el signo de la curación del Ciego de nacimiento (Jn 9), que culmina con la condenatoria sentencia de Jesús, precisamente a los que se niegan a ver en la sanación de este hombre lo que ésta precisamente es: un signo de su identidad mesiánica: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: <
La acusación a propósito de esta forma de ceguera, contumaz y persistente, recaerá con frecuencia en la actitud de los fariseos que aparecen en los Evangelios; estos expertos en la codificación e interpretación de la Ley, pero que, se han olvidado -en la escrupulosa observancia de su oficio- de la misericordia y de la primacía de la gracia y de la compasión de Dios hacia la miseria humana, serán, en los Sinópticos, el blanco de la denuncia de Jesús.
En qué consiste su ceguera; principalmente en fijar su atención de manera casi absoluta en el texto de la Ley, como dispositivo de salvación (y por tanto, creer que ésta se consigue mediante el solo esfuerzo de cumplirla meticulosamente, dejando sin trabajo a la sorprendente acción de la Gracia), reduciendo, de este modo, el seguimiento obediente a la llamada de Dios, a un código moral tan apretadamente estructurado, que, una vez estrictamente observado, pareciera hacer superflua la relación con Aquel, en cuya dirección la Ley habría de servir como itinerario.
Los fariseos estaban tan a gusto con esta formulación de su religiosidad, que cualquier intento de revisión de sus prácticas, les parecía inoportuno y blasfemo; estaban tan conformes y complacidos en la contemplación de su autoproclamada virtud, que no admitían una mirada crítica, y, al contrario, se habían erigido a si mismos como árbitros implacables ante cualquier amenaza de desviación de sus normas.
Esta actitud, sin embargo, no fue privativa de este grupo dentro del judaísmo, la tentación farisaica comenzó a manifestarse tempranamente en las nacientes comunidades cristianas, cuando ya los fariseos históricos estaban en fase de desaparición, y las comunidades mixtas formadas por cristianos, de raíces tanto judías como paganas se estaban estructurando, en la medida en que las distintas funciones y ministerios se iban perfilando; por eso su ceguera espiritual sirve de advertencia a este nuevo Pueblo de Dios, para que sus miembros no olviden que si no se revisa el paso, el pie puede extraviarse, y de tropiezo en tropiezo, puede sobrevenir la ruina.
La caída en el pozo, sin embargo, puede evitarse, en la medida en que, en vez de la empecinada ceguera de aquellos que se han erigido maestros en el juego de manejar formulas y dispositivos engañosamente salvíficos, en la comunidad, unos y otros aprendan a cultivar la humilde lucidez del que se sabe miembro de un pueblo de discípulos, que no pueden licenciarse a si mismos, y por si mismos, de la tarea de ayudarse a caminar en la dirección de la humanidad plena, propuesto por Jesús.
Pajas y vigas: el terrible pecado de creerse puros… Otro de los pecados de los fariseos, producto de su propia y culpable ceguera, es el del Catarismo, es decir, el considerarse como miembros de una élite escogida por su pureza, y que, desde esa autoproclamada pureza, se siente autorizada a enjuiciar y condenar su ausencia en el resto.
Este pecado, los sobrevivió en la Iglesia, a veces de manera herética y marginal, como ocurrió en el medioevo con los Cátaros, que en su obsesión por la pureza cortaron todo vínculo con la Iglesia que, por su parte, más tarde los exterminó.
Sigue, sin embargo, enquistada, sobreviviendo de manera más frecuente y sutil, en aquellas figuras censuradoras, modelos de erizada piedad, atentos a toda pequeña mancha que empañe la pureza que solo parece medrar peligrosamente custodiada en su sueño de una comunidad ideal, voluntariosa, que cree saber de antemano cuales son las contraseñas que permiten la entrada a su estrecha concepción de cielo; maestros de una moral tan rígida, que termina amargamente excluyéndolos de ese cielo, incluso a ellos mismos. Ésos incorregibles censores, inspectores de la paja en el ojo del hermano, cuya viga en el ojo se les ha vuelto tan connatural, que forma parte inseparable de su propio mecanismo de visión y juicio.
La lucidez necesaria para reconocer que el reto que la expresión Ecclesia semper reformanda, nos plantea, está lejos de perder su vigencia, es la que nos interpela desde este pasaje del Evangelio, de modo de cultivar la apertura que se precisa para reconocer al árbol a partir de sus frutos, que a veces tardan, que son un desafío para mantener alerta nuestra esperanza, mientras porfiamos en este peregrinaje con los pies puestos firmes en la tierra, sin perder de vista al Señor, Muerto y Resucitado, que nos extiende sus brazos para acogernos en la meta y hacernos entrar con gozo, abriendo de par en par, las puertas de la Casa del Padre.
Raúl Moris G., Pbro.
Freddy Mora | Imprimir | 763