lunes 30 de junio del 2025
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 03-10-2021
Dgo. 27 del T. Ord. c. B. 2021 DESDE EL PRINCIPIO DE LA CREACIÓN
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Se acercaron a Jesús algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?” Él les respondió: “¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?” Ellos dijeron: “Moisés permitió la declaración de divorcio y separarse de ella”. Entonces Jesús les respondió: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes, pero desde el principio de la creación, «Dios los hizo varón y mujer», «Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos no serán sino una sola carne». Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Cuando regresaron a la casa los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio”. Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: “dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos. (Mc 10, 2-16)


¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer? Como siempre que los fariseos se dirigen a Jesús en los Evangelios, esta pregunta, que a primera vista pareciera tan actual, es por una parte una trampa de parte de éstos y un modo del Evangelista de mostrarnos cuán profundamente desafiante a los códigos de su propia cultura puede llegar a ser Jesús.

Aclaremos; no se trata aquí de una pregunta por el divorcio tal como ahora en nuestra cultura contemporánea se plantea, en donde la cuestión, en la esfera laica, se centra más bien en la reivindicación de la libertad de cada uno de los cónyuges para decidir cómo vivir el compromiso matrimonial y hasta qué límites cada uno está dispuesto a jugar su parte en el proyecto de vida común; la pregunta de los fariseos se centra en la costumbre permitida por la ley de Moisés del repudio de la mujer por parte del marido, que consistía en el acto público (hecho con mayor o menor discreción) de devolución de la mujer a la familia paterna por parte del marido como parte insatisfecha por la transacción realizada en el compromiso matrimonial.

El acta de repudio, a la que se alude, era un documento que reconocía unilateralmente como único sujeto del matrimonio al hombre; la mujer, -objeto de la transacción- no tenía defensa alguna cuando era repudiada, no tenía derecho alguno que pudiera reclamar; y muchas veces, dependiendo de la gravedad de la razón del acta de repudio, ésta era el equivalente a un juicio sumario que condenaba a la mujer a la muerte por apedreamiento público, la pena de lapidación, la que por motivos de honor correspondía iniciar a los propios familiares directos de la repudiada, padre o hermanos; en suma, la mujer era sólo un objeto prescindible, en este acto realizado entre hombres, (el marido y el suegro o los cuñados) que velaba fundamentalmente por el honor de ellos mismos.

Los fariseos conocían por cierto la ley de Moisés, y por eso la pregunta es capciosa, se trata de poner sucesivamente en dos situaciones difíciles a Jesús: si desconocía la ley de Moisés, eso lo invalidaba como maestro; si reconocía la ley de Moisés, eso lo obligaba a tomar partido entre los dos polos en que la ley se entendía y discutía entre los mismos fariseos; el partido conservador y rigorista del rabino Shammai, o la escuela más liberal del rabino Hillel, el primero abogando por una interpretación dura del precepto, en que las causas de repudio eran muy pocas -pero tan graves- que el repudio equivalía, como se ha dicho más arriba, prácticamente a una sentencia de muerte para la mujer; la otra, haciendo una interpretación más relajada del precepto, y por tanto abriendo la posibilidad de que el acta de repudio fuera extendida incluso por motivos nimios; lo que de todos modos suponía una condena social para la mujer, en una cosa ambas escuelas sí coincidían: sobre el repudio, ella nada podía alegar.

Pero desde el principio de la creación, «Dios los hizo varón y mujer…» La respuesta de Jesús va a situar la cuestión en un plano distinto: una cosa es la circunstancia histórica, social o cultural en donde el precepto surge; aquí aludida en el v.5: “fue debido a la dureza del corazón de ustedes”, y otra el fundamento desde donde para Jesús y para todo creyente debe ser entendido el precepto: el querer original y soberano de Dios para su Creación.

Jesús hace una cita mixta del libro del Génesis, comienza su respuesta con Gn 1, 27b, para continuarla con Gn 2, 24; si sólo hubiese citado el capítulo segundo del Génesis, la narración más antigua de la creación, el desafío con que Jesús responde al ataque fariseo, no habría sido tan radical, en efecto, en esa narración la creación de la mujer aparece subordinada al hombre, ella es la colaboradora que el el hombre precisa, su opuesto complementario, su legítimo otro; pero sigue siendo el hombre el señor de lo creado, es él quien recibe el mandato de poner nombre a las cosas, y en virtud de su plenitud, recibe a la mujer como ayuda adecuada; leído esto en la clave de los fariseos, el hombre no habría estado haciendo nada más que ejercer su “natural” señorío al repudiar a una mujer, cuando ésta no es considerada por él como compañía conveniente.

Sin embargo Jesús parte por el relato del capítulo primero, en donde hombre y mujer son creados simultáneamente y juntos son imagen y semejanza del Creador; la situación aquí es otra: si ambos, hombre y mujer son complementarios en el plan de Dios para manifestar su presencia en la Creación y para continuar de modo vicario la obra creadora en el transcurso de la historia, ¿por qué va a ser lícita entonces una práctica unilateral y abusiva como el acta de repudio, sólo sostenida a partir de la circunstancia de la “dureza del corazón”? La respuesta de Jesús invalida los matices engañosos que contenía la intención de la pregunta de los fariseos al remontarse a un plano en donde esta cuestión de derecho queda subordinada a un derecho y a un orden mayor: el querer de Dios.

¿Será lícito entonces el repudio de parte de uno y otro, ya que, así planteado el asunto, ambos son sujetos en la acción del matrimonio, prolongación en nuestra historia de la voluntad originaria del Creador que entrega la misión a la pareja humana de crecer, multiplicarse y enseñorearse de la creación? Esta pregunta parece haber quedado rondando en las mentes y en los corazones de los lectores originales del Evangelio de Marcos, ya que en el versículo 12 se alude a la posibilidad (inexistente en el derecho judío, pero sí presente en el romano) del repudio del marido por parte de la mujer.

Que el hombre no separe lo que Dios ha unido… La respuesta del Evangelio nos vuelve a remitir al relato del Génesis: no es lícito, porque el matrimonio es el modo de realizar la vocación primera y originaria para la cual la pareja humana ha sido creada: esta Creación, fruto del gratuito amor de Dios, necesita un signo que siga proclamando este amor originario, que lo siga haciendo presente para que el mundo crea y vuelva los ojos a su Creador. Necesita un signo en que el empeño del amor pueda manifestarse por encima de los obstáculos que nos pone el dolor; porque así es el amor que nos tiene el Señor: amor que no omite la cruz, sino que la incluye y la abraza.

El matrimonio aparece aquí como Don, Misterio y Misión: Don, porque no depende originariamente de nosotros solos el tender el uno al otro sino que es el modo como Dios mismo ha querido perpetuar aquel gesto primero que nos trajo al existir; Misterio, porque en él se revela la voluntad y la índole del Señor de la vida; Misión valiente y no exenta de riesgos y de sacrificios, de anunciar en la cotidianeidad de nuestro andar humano que el Señor nos sigue amando, cuánto y cómo nos sigue amando.

Porque el Reino de Dios pertenece a los que son como niños… Los niños en el tiempo de Jesús no reivindicaban derechos, son para el Señor el signo de la mayor indefensión y por lo mismo de la mayor apertura al don, todo lo que un niño puede recibir lo recibe desde la gratuidad y desde la gratitud de quien se sabe siempre dependiente del padre que lo provee, de la madre que lo acaricia y lo abriga; concluye este Evangelio, con estas palabras acerca de la actitud frente al matrimonio como don; no como posesión, no como contrato, no como derecho a reivindicar; sino como don de Dios que hay que aprender a cuidar, como don precioso que aquilatar y atesorar, para hacer de él lo que el Señor quiso y quiere que sea: Evangelio vivo en medio de las culturas, en medio de la cultura de Jesús, en medio de la nuestra.

Raúl Moris G., Pbro.
Freddy Mora | Imprimir | 463