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jueves 03 de julio del 2025
Opinión 20-03-2022
Dgo. III de Cuaresma Volver el Rostro hacia donde brota la Vida…
En cierta ocasión se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilatos mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.
Él les respondió: ¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, no obstante, si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, no obstante, si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera».
Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?» Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás»».
(Lc 13, 1-9)
El Evangelio de hoy parte con la interrogante que suscita, entre los contemporáneos de Jesús, la noticia de dos casos de muertes violentas y repentinas, el primero la de los que caen víctimas de la represión, de la opresión de los poderosos: el caso de los galileos muertos y escarnecidos bajo Poncio Pilatos; el segundo, el que saca a colación el propio Jesús, la muerte accidental de los que han muerto en el derrumbe de la torre de Siloé.
Si bien es un hecho el que nunca nos podremos acostumbrar a la muerte, y por eso, aunque gravita ineludible en el horizonte de cada uno de nosotros, solemos jugar como si esta posibilidad no existiera, o se ocultara en un remotísimo futuro; también es cierto que hay muertes que, pese a todo, logran entrar en nuestra resignada lógica, muertes de cierta manera esperadas y acogidas en la esfera del consuelo: la muerte de aquellos que han vivido ya por largo tiempo, la de los enfermos que sostienen una agonía prolongada, agobiante y penosa.
La muerte que, sin embargo, pone en crisis nuestra razón y nuestras creencias es aquella que nos sale al paso inesperada y nos asalta: la que trunca brutal nuestros proyectos, la del inocente, la que interrumpe con crudeza nuestro andar cotidiano. Ésta es la muerte que nos hace gritar por qué, la que nos hace rebelarnos, la que nos hace dudar de lo que nos han enseñado generación tras generación: de que Dios cuida a aquellos que ama.
Entre las creencias del Pueblo de Israel, desde muy antiguo se fue incubando la Doctrina de la Retribución, a saber: Dios quiere la vida y la prosperidad del justo y al malvado tarde o temprano lo hará perecer, su justicia podrá tardar, pero cuando llega –tarde o temprano- es implacable, irrefutable.
Son estas las preguntas quizá las que rondaban por las mentes de aquellos que se acercaron a Jesús a preguntarle por los galileos y por las víctimas del derrumbe de Siloé; son las mismas, que nos asaltan todavía hoy, cuando la Doctrina de la Retribución, aunque refutada por Jesucristo, todavía encuentra lugar y oídos en el imaginario popular: una historia en donde no gane el héroe, sigue pareciendo una aberración ¿cómo puede ser que el malo no pague por su maldad y que el bueno no sea premiado por su bondad?
A esta mirada sobre la vida, sobre nuestra vida, le falta hacer ese proceso que Jesús va a llamar en este Evangelio: Metanoia; Conversión, cambio radical de mentalidad, apertura a la dimensión de la Resurrección, que desplaza las fronteras de la vida más allá de la muerte natural, hacia la vida en abundancia, en la que aquella, la Muerte, con todo su horror, con todo el quiebre que nos produce, queda inscrita como episodio; hacia la vida en escala de eternidad, que es el anuncio gozoso de Cristo, la razón de su Encarnación, de su muerte y Resurrección.
¿Cómo va a iluminar Jesús este proceso de conversión que tanto necesitamos, cómo lo va a animar en este Evangelio? en primer lugar, haciendo un ejercicio de fronteras, de creación de deslindes frente a lo que podríamos llamar la dinámica del mundo, y del pecado presente y actuante en él.
En un mundo en donde la presencia del mal es palpable, tanto en las acciones humanas: el mal de la injusticia, de la opresión, de la intolerancia política, religiosa, moral; como también presente en la propia naturaleza que puede desatarse, dejándonos a su merced, en la completa pérdida de control, presente en las catástrofes debidas a nuestro propio descuido y negligencia, en un escenario así, no busquemos sentencias y sanciones morales; ni castigos de Dios en los acontecimientos que se inscriben en el orden del mundo que nosotros mismos estamos forjando: la muerte de los galileos y las de los accidentados en el derrumbe de la torre de Siloé, no puede ser leída bajo una óptica punitiva, la de la creencia en un Dios de la retribución, justiciero y vengativo.
No se trata aquí de justicia o injusticia divina; la muerte repentina y violenta, así como la muerte en general, no va a dejar de ser un misterio, tampoco dejará de ser una verdad incómoda en una cultura como la nuestra, que la quiere traslapar y negar; pero no tratemos de resolver este misterio atribuyendo supuestas oscuras intenciones de un Dios que escribe impasible los papeles de los actores del teatro del mundo.
Dios no quiere la muerte, cómo podría quererla, si el primer y principal don que recibimos de Él es la propia vida, cómo podría quererla, si la buena noticia que nos ha revelado es que para que pudiéramos palpar en medio de nuestra historia su propia historia, para que la vida en plenitud se hiciera manifiesta en medio de nuestras vidas, su Hijo se encarnó, padeció, murió y derrotó la muerte en su Resurrección.
Lo que el Señor quiere, en primer lugar, es nuestra Conversión, a saber, que aprendamos a introducir la noticia de la Resurrección en el modo en que miramos nuestro mundo, nuestros asuntos; que nuestra mentalidad acoja el don de la vida abundante, anunciada y manifestada en la vida de Cristo; que aprendamos a volver nuestra mirada: desde allí donde la dejó fija Adán, de espaldas al Creador, encorvada por los apremiantes requerimientos de la criatura, sorda a la voz del Padre, acallada en medio del vocerío del mundo, ciega al resplandor que sólo puede venir de Dios; que la alcemos otra vez, y esta vez para siempre: que aprendamos a ensanchar el panorama enfrente de nuestros ojos, para acoger lo que Dios ve con los suyos; y que lo hagamos ahora; si la muerte va a llegar inexorablemente tarde o temprano, sin que sepamos cuándo, entonces la Metanoia, no admite esperas: el tiempo de conversión, el momento de la salvación es el presente.
En segundo lugar, quiere que se anuncie a un Dios no de rigurosa justicia sino de paciente misericordia. Éste es el propósito.
El Dios anunciado por Jesús, no es el de la inapelable justicia, de la intolerante rigidez del juez que ha constituido y cree en un mundo sólo construido de líneas rectas, sin recodos, sin senderos por donde pueda demorarse e incluso extraviarse una humanidad que tantas veces avanza a tientas; el Dios anunciado por Jesús es el de la flexible y entrañable misericordia, el de los brazos abiertos para acoger, el que tiene paciencia para esperar, el que sabe salir al encuentro de nuestro dolor y confusión, el que se toma el tiempo para oxigenar y abonar la tierra en donde está plantada la higuera; el que va a hacer todo lo que esté de su parte, para que lleguemos a madurar y a hacer lo único que ningún otro puede hacer por nosotros: aprender a volver el rostro hacia donde brota irrefrenable la vida, y desde esa vida espléndida recobrada, mirar con ojos nuevos el paisaje inmenso que se despliega en torno nuestro; el Dios anunciado por Jesucristo es el Dios que no se cansa de esperar nuestra conversión.
Raúl Moris G. Pbro
Freddy Mora | Imprimir | 910