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Opinión 07-08-2022
DOMINGO 19 T. ORD. C.C. 2022 LA CONFIADA ESPERA DEL PEQUEÑO REBAÑO
Raúl Moris G. Pbro.
Para intentar entender los diversos alcances que posee este pasaje del Evangelio según san Lucas es necesario hacer dos momentos en el ejercicio de la lectura; el primero es situar el contexto vital en el que Lucas recuerda y re-crea las palabras de Jesús, el segundo es distinguir las secciones más pequeñas en las que se puede dividir el texto para poder así saber a quiénes alcanza y cuál es la buena notica de Jesús que finalmente nos quiere transmitir el Evangelista.
El primer ejercicio parte por recordar que el Evangelio de Lucas viene a alentar e iluminar la vida de una comunidad cristiana que florece en el último tercio del s I, al finalizar la década del 70 y vive también las vicisitudes de la década del 80; una comunidad en la que, sin duda, se están ya perfilando -tímidamente aún- las diversas funciones de los miembros: en la Iglesia primitiva se está perfilando la presencia y el papel de la jerarquía al interior de las comunidades, que están entrando en un período de organización y consolidación. Se están definiendo las responsabilidades en relación con la misión dejada por Jesús en manos de los Apóstoles.
Por otro lado, el tiempo está pasando y la esperanza de la venida inminente, definitiva y en gloria del Resucitado para cerrar la historia y establecer el Reino en plenitud, -que parece haber sido el aliciente del caminar de la Iglesia en las primeras décadas- se hace cada vez más ardua: los vientos de la persecusión se habían abatido ya en sus primeras ráfagas, sangrientas y certeras, el clima de exaltación y entusiasmo, que había acompañado al primer momento de la expansión misionera, se estaba desdibujando en algunas comunidades impacientes, comenzando a ser amenazado por la desolación, que se cierne por sobre aquellas, que están sufriendo los mismos vicios que suelen minar las relaciones al interior de cualquier agrupación: los abusos de poder, la desidia de aquellos, de los que más empeño se espera, la exclusión, la ambición por ocupar puestos, como si detentar los diversos ministerios fuera una cuestión de honor y no un buscar ponerse al servicio que concibió Jesús para trabajar para que su palabra diera frutos duraderos y abundantes; empazaba a experimentarse en la Iglesia esa tibieza adormilada, que aparece como relevo -y remedo- del ardor inicial, cuando la comunidad siente que envejece en la espera y en la repetición de las mismas palabras, los mismos gestos, los mismos ritos.
Por eso, no es sólo la espera esperanzada, la vigilia atenta, lo que exigen las parábolas presentes en el texto, sino una espera tensa y activa: ceñidas la vestiduras y las lámparas encendidas; preparados para salir al encuentro del que llega, aunque su arribo sea extemporáneo; dispuestos para ponerse en el camino, armados para resistir los embates, como el luchador, que en posición defensiva, se apreta el cinturón para que el enemigo en la contienda no termine dejándole desnudo, avergonzado y maltrecho, por descuidar sus frágiles recursos; con las lámparas encendidas para escrutar en la noche de la fe, las señales que anticipan la llegada del que tarda, con las lámparas encendidas para no dejarse confundir, ni acorralar por las sombras.
No sólo vigilia, sino un adiestramiento en las opciones del Reino, que pasa por el discernimiento de qué es aquello que ocupa el corazón; vuelve Lucas en este pasaje al tema del sentido que debe habitar los pensamientos y el corazón del discípulo de Cristo: el tesoro que hay que atesorar, y que implica considerar los bienes en su justa medida, como medios puestos al servicio de la solidaridad en la comunidad, para convertirlos también en anuncio eficaz del Reino, que está presente en las palabras del discípulo y del apóstol.
Es precisamente esta exigencia de adiestramiento en las prácticas que anuncian el Reino, haciéndolo presente ya en el tiempo de la espera, lo que determina las diversas secciones que componen el texto; la primera que se refiere a la entera comunidad de creyentes y la segunda -hábilmente introducida por la pregunta de Pedro- que se orienta a la peculiar responsabilidad que les compete a aquellos que han de asumir en la comunidad las tareas de la conducción: los pastores puestos para el cuidado del pequeño rebaño del Señor.
Si la llamada a estar preparados es universal, y hay una tarea propia ineludible para todo aquel que ha escuchado la palabra del Señor: tarea que implica vivir conforme a esa palabra y convertirse en propagador creíble de la misma: verdadero discípulo, que atrae a otros al seguimiento del Señor con el testimonio cotidiano que ofrecen sus acciones, cuán mayor será la tarea de aquellos, cuyo oficio consiste en cuidar la comunidad, hacerla avanzar segura en medio de las incertidumbres de la jornada, darle su ración de esperanza y consuelo en el momento oportuno, corregirla con misericordia, prontitud y eficacia.
Cuánto mayor será su pecado, si el encargo de estar al frente de una comunidad, de sus destinos, de sus conciencias, se convierte para aquellos en ocasión de abuso, de depredación del rebaño encomendado, de extravío o de escándalo para el rebaño que comparte la misma llamada a la vida plena que ha hecho ponerse en marcha al pastor.
La edificación de la Iglesia, Santo Pueblo de Dios, que incluye en su peregrinar tanto al rebaño como a sus pastores, no puede limitarse a ser una tarea o un oficio privativo del clero solo, ni tampoco de los laicos, privados de aquellos que han recibido el desafiante ministerio de la conducción. Una comunidad, en la que la Jerarquía ignora sistemáticamente, y -por temor o negligencia- anula o desoye las expresiones de los carismas que el Espíritu Santo ha derramado por todos los cauces que en ella circulan, deja de ser genuinamente cristiana; lo mismo sucede en una que, apelando a los carismas presentes en cada uno de los bautizados, y desconociendo la organicidad del Cuerpo de Cristo, comienza a soñar con una Iglesia carente de Jerarquía.
Esta tensión es la que gravita en la pregunta que parece brotar con urgencia desde el corazón de Pedro: “¿Esta parábola la dices para nosotros o para todos?” en el centro de este pasaje del Evangelio. Y la respuesta de Jesús no se hace esperar: si nos atreviéramos a sintetizar esa respuesta en palabras que no se encuentran explícitamente pronunciadas en este pasaje esa respuesta sería así: La estoy diciendo para todos, pero, con mayor razón y fuerza, para ustedes.
La corresponsabilidad en la Iglesia debe ser asumida de manera solidaria, pero ciertamente no igualitaria: mientras más elevado es el puesto en la jerarquía, mayor ha de ser su tarea de vigilancia y cuidado: no se puede culpar al lobo por devorar a las ovejas -es lo que sabe hacer-, no se puede culpar a las ovejas por no haber sabido defenderse, -porque el sino del rebaño es su indefensión- pero no podemos olvidar la responsabilidad que le cabe al pastor que, olvidando su oficio, mira, como al descuido para otro lado, o se dedica con saña, él mismo, a devorarlas; y la responsabilidad que compete a los miembros del rebaño, que por desidia, por temeraria ingenuidad, por el temor de perder posiciones de privilegio, o simplemente por querer mantener las cosas en calma, en una precaria paz, también se empeñan por mirar hacia otro lado, por alzar los ojos al cielo, en un evasivo afán de no querer contaminarse con las “cosas de la tierra”, y así por su silencio o por su lenta y tardía reacción, se hacen cómplices de la depredación.
Lucas está escribiendo su Evangelio cuando las diversas situaciones de crisis arrecian sobre la naciente Iglesia, cuando la prolongada vigilia comenzaba a aplastar los ánimos, cuando en el ambiente convulso, la tentación de eludir las propias tareas, de buscar fáciles atajos, de bajar los brazos en la derrota, o peor, la de abusar del poder, en medio del temor de los miembros más débiles, empezaba a ensombrecer los corazones de los creyentes; por eso es que, por sobre todas las recomendaciones, las que también podrían aparecer sombrías, se yerge la luz de la la promesa y la invitación llena de ternura que encabeza este pasaje: No temas, pequeño rebaño; no temas, porque el Reino es el proyecto que nace del amor del Padre, porque el Reino es la manifestación más concreta de ese amor, que Él ha puesto en tus manos, sin desprenderlo de las suyas, porque no habrá crisis que desbarate ese proyecto, aunque el pequeño rebaño muchas veces se sienta sobrepasado y derrotado por la historia, aunque el pequeño rebaño se sienta tentado muchas veces a olvidar su nombre y su vocación inicial, abrazando la lógica y los vicios de los poderosos; porque el pequeño rebaño llena el corazón del Padre, y Él es el primero en velar para que no se extravíe en la ruta.
Freddy Mora | Imprimir | 680