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lunes 30 de junio del 2025
Opinión 19-09-2021
EL CAMINO DEL SIERVO

Jesús atravesaba la Galilea junto con sus Discípulos y no quería que nadie lo supiera porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”.
Pero los Discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa les preguntó: “¿De qué venían hablando en el camino?”
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”.
Después tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquél que me ha enviado. (Mc 9, 30-37)
Palabra del Señor
El aprendizaje de los Discípulos de Jesús, desde el hito de la confesión de Cesarea de Filipo a medida en que comienzan a encaminarse a Jerusalén y por consiguiente a la Pasión y a la Muerte del Señor; se va tornando cada vez más difícil, desafiante y complejo; es por eso es que en estos Discípulos empieza a cundir la actitud que denuncia el Evangelio de hoy: ante la duda, la negación; ante el temor, la evasión.
Jesús acaba de hacer el segundo anuncio de su Pasión y Muerte, como el arduo sendero que lo conducirá a la Resurrección, y nuevamente como ocurre en el primer anuncio, éste no tiene cabida en el corazón de los Discípulos, esta vez, al parecer, ni siquiera en sus oídos; si el primer anuncio había suscitado la actitud autoritaria de Pedro, que se apresura en reprender al Señor, para enmendar el inaudito y ominoso anuncio; esta vez, los Discípulos ni siquiera se dan el trabajo de escuchar con atención: las palabras de Jesús resuenan en sus oídos, pero no penetran más allá, no las comprenden, no se dejan traspasar por su sentido, porque se resisten a darles cabida en la inteligencia de su corazón con todo su terrible alcance y desafío; al contrario, prefieren continuar en una forzada inocencia cuya cómplice es la ignorancia, y continúan su camino alegremente enfrascados en otras cuestiones para ellos más urgentes.
Y aquí viene el escándalo del Evangelista: la cuestión más urgente que ocupa sus mentes de camino a Jerusalén, es la pregunta por el Poder.
La pregunta por quién es el más grande de los discípulos, es una formulación aparentemente inocente, infantil, a primera vista trivial; sin embargo late en su seno la preocupación por enderezar el rumbo encumbrándose hacia la tentadora cima del poder; se trata del mismo afán que estará presente más adelante en el Evangelio, en el pasaje de la temeraria petición de los hijos de Zebedeo, para asegurarse los puestos de honor y majestad en el Reino que ellos sueñan, que no difiere de los reinos que conocen de oídas, de los esplendores con que ellos creen han de estar rodeados los principales de la tierra; es la misma preocupación que seguirá todavía presente en el lejano Cuarto Evangelio, y que hará que la comunidad del Discípulo Amado, escriba las inolvidables palabras del sermón del Mandato inmediatamente después -y como explicitación del signo- del lavado de pies.
Es la misma tentación, en fin, que sigue enturbiando la vida de la Iglesia hasta nuestros días, y que nos acosa, a unos y a otros, grosera o sutilmente, pero siempre pertinazmente insidiosa.
Siguen fantaseando los Discípulos en el camino, y pensando que esta comunidad que está fundando con ellos Jesús ha de poseer más o menos la misma dinámica que las otras comunidades de las que ellos han tenido noticia: ordenadas según las simpatías, según los lazos familiares, las conveniencias financieras, según lo que sea que marque precedencia en las tomas de decisiones o en la repartición de favores, ganancias o prebendas; comunidades en las que lo que realmente importa es afincarse lo más cerca posible, lo más al interior que se pueda, de los círculos concéntricos con los que los poderosos gustan de rodearse y parapetarse.
Por eso la respuesta de Jesús es tan inmediata y elocuente, máxime porque el Evangelista sugiere que los Discípulos no son del todo inocentes, parecen darse cuenta de lo fuera de lugar de sus ensoñaciones de poder, por eso ante la interpelación de Jesús en la casa, simplemente callan, con ese silencio preñado de –al menos- una vaga sensación de culpa y vergüenza; la respuesta de Jesús tiene la elocuencia de una imagen: la de ese niño anónimo y desvalido, al que Jesús abraza y pone delante de ellos como ejemplo de actitudes.
Un niño en tiempos de Jesús carecía de derechos, era una nimiedad, una carga que solo dejaba de serlo, cuando dejando ya la etapa crítica de los primeros años de la infancia, a los 12 años, se le empezaba a reconocer como un hombre, capaz de entender la Ley y practicarla, capaz de ganarse el sustento con su trabajo, capaz de comenzar a prepararse para fundar él mismo una familia; antes que eso, un niño era solo una apuesta a futuro, una carga difícil y, si era niña, empobrecedora del peculio de la casa paterna.
Al poner como ejemplo de Discipulado a un niño, lo que está haciendo Jesús es proponerles un seguimiento inaudito, una comunidad totalmente nueva y contracultural, en donde la aspiración por el poder no tiene cabida, comunidad construida según el modelo del Hijo Eterno, que no pretende abandonar su condición de hijo, ni alcanzar el status de su Padre, para finalmente superarlo y suplantarlo; que se siente plenamente seguro en su rol de Hijo que todo lo recibe de la inconmensurable misericordia de su Padre; al abrazar Jesús a ese niño anónimo, muestra, asimismo, aquel rasgo que ha configurado su carácter y que es reflejo encarnado del talante del Padre del Cielo, que ha preferido y seguirá prefiriendo eternamente a los pequeños.
Al asociar su Nombre y su envío a ese niño, está identificándose Él mismo con estos pequeños, él mismo que ha encontrado su gozo en ser eternamente el Hijo, el que no ha venido a arrebatar el sitial de su Padre, el que no espera de su Padre promoción alguna, sino, poniéndose al servicio de su plan de salvación para la vida que ha creado por amor, todo lo que le viene del Padre lo recibe agradecido, desde la Eternidad y en la Encarnación: su vida, su ministerio y su misión, para que nosotros podamos participar de esa vida, de su propia muerte y de su Resurrección.
Raúl Moris G., Pbro.
Domingo 25 del T. Ord. c. B. 2021
Freddy Mora | Imprimir | 918
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