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lunes 14 de julio del 2025
Nacional 27-08-2023
EL ENCARGO DE LAS LLAVES…
Raúl Moris G. Pbro.
En las inmediaciones de Cesarea de Filipo está a punto de acontecer un momento crucial en la vida de la comunidad de discípulos que ha formado Jesús, y que ya ha sido testigo de los signos mesiánicos que marcarán el recuerdo que atesorará, para entrar en su plena comprensión, después de Su Pascua.
Jesús ha ido manifestando su identidad, a través de palabras y gestos convergentes, en toda la región de Galilea, ha atravesado el lago de Genesaret para anunciar también el Reino en medio de los paganos, que habitan la región, se ha adentrado hacia el norte, hacia Tiro y Sidón, y ahora emprende el camino que lo conducirá a Jerusalén, hacia la cruz.
Es aquí en donde va a ocurrir este ejercicio de hacer tomar distancia a los discípulos para que puedan mirar en perspectiva su historia y sus expectativas, y evaluar la experiencia que han hecho al estar conviviendo con Él.
Esta conversación de Jesús con los discípulos en tierras de paganos, -es decir en medio del proceso de apertura y acogida que va perfilando poco a poco el rostro del nuevo Pueblo de Dios- es recordada de manera unánime por los Evangelios Sinópticos; sin embargo, Marcos y Lucas la concluyen en la declaración de Pedro y la orden de mantener reserva sobre la identidad del Señor, sólo en Mateo, la escena se ensancha enriquece, pasa de ser una petición de toma de posición de parte de Jesús a los discípulos, a transformarse en el relato de uno de los momentos fundacionales de la Iglesia y del rol que a Pedro le va a corresponder en ella.
La primera de las preguntas, la pregunta acerca del Hijo del Hombre, los sitúa frente a la espera de su propia historia, los invita a ser intérpretes del anhelo de su pueblo: el Hijo del Hombre, este misterioso título acuñado por el Libro de Daniel, y que anuncia al Mesías, Rey ungido y justo, implacable Juez de las naciones, se había transformado en la palabra fuente de consuelo, que ayudaba a mantener de pie la identidad y la esperanza del pueblo de Israel en los últimos tiempos de dominación, la de los Seléucidas primero, en la época en la que se escribió dicho libro, la de los Romanos, en tiempos de Jesús, pero también se convirtió en una palabra desafío, el de reconocer en quién se encarnaría esta promesa de Dios.
Las respuestas de los discípulos así lo recogen; la historia en pleno – no sólo la reciente- queda convocada en los nombres que ellos pronuncian: Elías, el profeta por antonomasia, en torno al cual, luego de su misteriosa desaparición, -ha sido arrebatado al cielo- se entreteje la leyenda: Dios lo está preservando para que vuelva en el momento oportuno para anunciar nuevamente la justicia; Jeremías, que remite a la época de los profetas del Exilio, llenos de celo por la Palabra que Dios les exige proclamar; Juan el Bautista, el radical portavoz de la urgente llamada a la conversión. Los discípulos de Jesús quedan convocados a hacerse cargo de esta historia, peregrina, ardua, imbatible en la esperanza.
La segunda pregunta implica un tono más íntimo, no son las esperanzas de la multitud las que están siendo aquí convocadas, ni la capacidad de pueblo de leer e interpretar los signos de los tiempos, ahora Jesús apela al conocimiento nacido del estar junto a Él, al momento de encarnar en sus gestos y palabras la misericordia del Padre; esta pregunta supone un grado de cercanía mayor, un grado de intimidad mayor en una relación que lleva tiempo construyéndose y que va a ser sometida pronto a la prueba de la fidelidad.
Es por eso es que la respuesta no puede salir de ningún otro sino de Simón, situado en el más estrecho grupo de seguidores que rodea a Jesús; De este modo la respuesta del Apóstol, será al mismo tiempo personal y corporativa, Simón habla por Él, desde su experiencia de apertura a la gracia de la fe que viene del Padre, pero habla también en nombre de la comunidad, que por primera vez en el Evangelio de Mateo, -y en un texto que no tiene paralelos en el resto de los Sinópticos- será llamada Iglesia.
La respuesta de Pedro lo identificará con el verdadero discípulo; es decir, con aquel que se ha dejado ganar por el misterio y es capaz de transparentarlo y transmitirlo; el elogio de Jesús: “¡feliz tú…!” va a ser precisado: ”porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre”, como si dijera: porque tu respuesta no es el resultado de tu esfuerzo emocional, sentimental o intelectual, ni porque tu fe ha sido heredada a partir de tus antecedentes culturales o de tu linaje; sino porque es el fruto de la apertura con que has dejado que la acción de Dios te traspase y te haga instrumento de su propia manifestación, porque con esa apertura le has dado permiso a Dios para que se revele por medio de tus palabras, porque te has dejado transformar en un puente para que a través de ti transite y descienda la gracia y la Buena noticia que desde la eternidad ha esperado poder llegar a llenar de sentido el caminar de la humanidad.
Por esto, el elogio al discípulo continúa en labios de Jesús en forma de declaración vocacional, la vocación que se confirma -siguiendo una costumbre que hunde sus raíces en la tradición del Antiguo Testamento- en el acto de imposición del nombre nuevo: “Tú eres Pedro”, es decir, lo que tú has dicho se asienta sobre el fundamento sólido, monolítico, de la acción del Señor que quiere edificar sobre tu vida; y la solidez de esta palabra en la que tú has creído, de esta Palabra de la que te has apropiado, que la has hecho tuya al punto de declararla abiertamente delante de tu comunidad, te ha transmitido su solidez; tú mismo has sido convidado a ser fundamento, tu fe es cimiento del nuevo pueblo que recibe como herencia obedecer, realizar y manifestar el misterio de la voluntad del Padre: el nuevo pueblo de la Iglesia.
De esta manera, las siguientes palabras de Jesús -esta vez sobre la Iglesia- van a ser, por una parte, una afirmación consecuente, nacida a partir de la revelación de la solidez de su cimiento y una promesa fiel de la manifestación de la gracia que, se prodiga siempre más allá de nuestras más ambiciosas expectativas: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella”.
Jesús promete a Pedro, que este pueblo de convocados, la Iglesia, Misterio de Salvación, permanecerá hasta el fin de los tiempos; no le promete, por cierto, la inmunidad contra las fuerzas adversas que desde afuera y muchas veces en su mismo seno intentarán atacarla, tratarán de corroerla; no le promete una tranquila placidez en su caminar; no podría ser así en una Iglesia que se refleja en la imagen de la barca del pescador, zarandeada por las olas y la resistencia del mar y de los vientos, pero siempre a flote, tantas veces navegando a contracorriente, con su tripulación extenuada, abatida, aparentemente derrotada, pero animada por el titilar de las luces, aun difusas de las costas patrias, hacia donde navega infatigable; lo que Jesús le promete es que este proyecto, que es el del Padre, proyecto por el cual el Hijo ha entregado su vida, proyecto que es animado y nunca abandonado por el Espíritu Santo, no habrá de desaparecer; la primera palabra dicha sobre la Iglesia es también la última: la muerte no podrá vencerla, la promesa de vida imperecedera, “vida en abundancia”, se manifiesta en el destino de la Iglesia, de esta Iglesia de los peregrinos, prolongada en el cielo, en la de los testigos y los santos, llamada a la comunión eterna con el que es la vida que no conoce fin.
Entregar las llaves es signo de absoluta confianza, a quien de verdad se le entregan las llaves, no se le entrega una distinción, o una dignidad, sino una responsabilidad: la de abrir y cerrar, la de administrar las entradas y las salidas, la responsabilidad de la custodia y de la acogida. Análoga responsabilidad a la inherente a la entrega de la autoridad para atar y desatar.
A Pedro -y con Pedro, a la Iglesia entera- Jesús le entrega una tarea en donde ha de probar su fidelidad día tras día hasta el fin del tiempo, fidelidad a la confesión que Simón acaba de hacer, porque sólo en esa confesión de fe la Iglesia tiene asegurada su fuerza para peregrinar con pie firme hasta ver la consecución del Reino en todo su esplendor, porque sólo desde esa confesión de fe renovada cada día, en cada Eucaristía, en medio de las vicisitudes de la historia, en medio de las diversas culturas, de los distintos desafíos que el tiempo erige delante suyo, la Iglesia puede ser buena noticia para el mundo.
Fidelidad al querer del Padre que se ha complacido en darse a conocer por medio del Hijo a todos los que acojan su Palabra, y que ha querido entregar en nuestras manos la tarea de su obra salvadora; que confía en que, con la ayuda de su Espíritu Santo, el peso de las llaves podrá ser sostenido por los brazos de Pedro, que ésa, su ayuda, hará a Pedro digno de cargar con las llaves hasta el último día.
Fidelidad, por último, de cara a la comunidad entera y al mundo, porque a través de la Iglesia ha de vincularse cada vez más la humanidad con el plan de salvación que el Padre ha diseñado con sabiduría y amor desde el comienzo del tiempo, por que a través de la Iglesia ha de prodigarse la liberación que el Señor ofrece a la humanidad, y han de desatarse las cadenas que el pecado ha enredado en torno nuestro y que nos impiden ser hombres y mujeres que gocen en plenitud la alegría de descubrirse como hijos y herederos del don de Dios.
Freddy Mora | Imprimir | 648
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