sábado 20 de abril del 2024 | Santoral Edgardo
El Diario del Maule Sur
FUNDADO EL 29 DE AGOSTO DE 1937
Hoy
Opinión 22-05-2022
El Paráclito
Paráclito es el nombre con que el Evangelio según san Juan presenta al Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo, a la naciente comunidad de los apóstoles y discípulos, para que esta comunidad –la Iglesia- se constituya como tal, para que pueda vivir en la dimensión inédita del Misterio Pascual, y pueda comprender retrospectivamente las palabras y las acciones de Jesús, que no anunciaban otra cosa que la irrupción salvadora de Dios en medio nuestro.

Las palabras, empero, que habitualmente empleamos para traducir este nombre, que se convierte -por antonomasia- en nombre propio del Espíritu Santo, no logran traducir cada una por sí sola la riqueza de su expresión; para entenderla mejor, se puede proponer una imagen: Paráclitos, del verbo griego para-kaleo, (llamar o hablar en nombre de… o a favor de…), sugiere la imagen de alguien que se pone junto a otro, hombro con hombro, para protegerlo, alguien que en el momento en que el otro no puede defenderse con sus propias palabras, lo envuelve en el calor de su abrazo y, estando a su lado, alza la voz por él, lo representa, como un abogado; o también alguien que al oído del que va a su lado, puede aconsejarle el camino correcto, advertirle de los riesgos, amonestarlo, si la situación lo amerita, animarlo cuando desfallece o tropieza, consolarlo cuando la angustia o la desesperanza se cierne sobre él; alguien que respalda y sostiene, que dice la palabra oportuna en el momento preciso, que está pronto a confortar al que está debilitado, que está dispuesto a avivar la memoria del que camina junto a él, para que refresque su ánimo con el recuerdo de la promesa de que no falta tanto para llegar a la meta.

Todas estas acciones las realizará el Espíritu Santo desde el tiempo de la Iglesia de los primeros días, las continúa haciendo hasta los nuestros y hasta el fin de los tiempos, cuando lleguemos auxiliados por Él hasta la Patria que ahora anhelamos.

Cada vez que, como Iglesia, y en Iglesia, hacemos el esfuerzo de penetrar en el Misterio que Dios ha querido revelarnos, es el Espíritu Santo quien fortalece nuestra fe e ilumina nuestra inteligencia: Paráclito que nos explica las Escrituras, intérprete de esas mismas letras que Él mismo inspiró.

Cada vez que como Iglesia y en Iglesia, hacemos sinceramente, de manera personal y comunitaria, los esfuerzos para poder ir puliendo nuestra rudeza, venciendo la natural fragilidad de nuestra condición humana, nuestras cobardías, nuestros vanos empeños, los renuncios habituales a los que nos ha acostumbrado el pecado, para intentar amarnos unos a otros como nos ama Cristo, para intentar ser fieles y permanecer en la llamada a vivir en la práctica su mandamiento, invitando a otros a que lo vivan con alegría y sencillez, allí está el Espíritu Santo sosteniendo nuestro corazón, alentando nuestra inteligencia, fortaleciendo nuestra voluntad.

Cada vez que entramos en desolación, es el Paráclito quien nos procura consuelo eficaz; cada vez que necesitamos el amparo de un defensor, como el Go-El, del Antiguo Testamento, que protegía y vengaba las agresiones sufridas por el más débil del clan familiar, es el Espíritu Santo quien asume esta misión, puesto que es justamente el Señor quien se ha hecho el Go-El: Redentor de los pobres, según les fue revelado temprano a los profetas.

Cada vez que, como Iglesia, hay que hacer el necesario ejercicio del discernimiento, para revisar el rumbo, escrutar el norte de la proa de la barca de Pedro, y eventualmente corregir el curso de la navegación, abriéndonos a los nuevos desafíos de la historia, es el Paráclito quien conduce, asiste y sostiene la mano del que sostiene el timón; como la primera vez que se reunió la Iglesia entera en Jerusalén para poder reconocer con claridad si el anuncio de la salvación era también Buena Noticia para los conversos provenientes del paganismo y llegar a declarar con confianza “Al Espíritu Santo y a nosotros nos ha parecido bien…” (cf. Hch 15, 22ss).

Como todas las veces que se congregan los obispos en Concilios y Sínodos, para escuchar lo que el Paráclito está queriendo señalar para nuestro tiempo y nuestra historia, discernir la misión a la que nos urge en nuestros días, en medio de nuestras penumbras y desafíos, en medio de nuestros errores y contumaces desvíos, porque nada, ni siquiera nuestros más vergonzosos pecados, podrá acallar el ímpetu del Espíritu que puja y sopla para imponerse sobre nuestras más porfiadas sorderas.

Como cuando los cardenales en Roma, se ponen a la escucha atenta en la oración, para que el Espíritu que anima y oxigena a la Iglesia, los auxilie en la tarea de elegir a un Papa, para que, más allá de los cálculos políticos, más allá de las especulaciones eclesiásticas, la nave de la Iglesia, gobernada con humilde fe, pueda seguir sorteando los vendavales de la historia y de la ambición humana, para llegar al puerto prometido por el mismo Cristo.

Iremos a él y habitaremos en él… Ésta es la promesa que Jesús hace a los que son fieles a su Palabra, y, tanto el hecho de que Dios pueda levantar su morada junto a nosotros y habitar en nuestras casas, en nuestros templos, y principalmente en el santuario de nuestras conciencias, cuando él quiera hacerlo, como la obediente fidelidad al suave timbre de su palabra, que -en medio del ruido y del tumulto de esta humanidad inquieta- no se impone por la fuerza.

Paráclito que nos persuade a partir de la experiencia del amor de Dios en nuestras propias vidas, que posibilita que el corazón del hombre se ensanche, para dar cabida a un Dios, que nunca ha temido hacerse pequeño, para que lo podamos conocer; que nos remece para salir del sueño, para que podamos recordar una y otra vez la misericordia que hemos recibido.

Paráclito, que cuando nuestra fe se diluye o se embota, aturdida por seducción de las llamadas que nos asaltan desde todos los frentes, nos instruye, abriendo la inteligencia de nuestro corazón, al mismo tiempo que descubre para nosotros el tesoro de la Palabra, para mostrarnos que no hay otro Salvador sino aquel que ha venido, por amor, a repetir en medio nuestro aquello que, obediente, escuchó decir al Padre.

Les doy mi paz, pero no como la da el mundo… La “Paz del mundo”, como la entiende la comunidad del Cuarto Evangelio, como la podría experimentar quien le cupo en suerte conocer la Pax Romana, es aquella que se consigue logrando que por temor enmudezcan las voces disidentes, por la supresión del enemigo, por la ominosa presencia del cuartel en medio de la ciudad, por la exclusión más allá de nuestras fronteras del que inquieta nuestra forma de vivir; la Paz de Cristo, en cambio, es inclusiva: fruto de la comunión, fructífera: porque en ella pueden medrar identidad y diferencia; reconocer esa paz y recibirla también es obra del Espíritu Paráclito, constructor de una humanidad reconciliada en el amor; en el Agape del Padre que es capaz de entregarlo todo, hasta su propio Hijo, para nuestra salvación, en el Agape del Hijo, capaz de entregarlo todo: su obediencia, su libertad, que se hace servidumbre para incluirnos en su gozo; en el Agape del Espíritu Santo, que no descansa jamás, refrescando la marcha de la Iglesia con el batir de sus alas, como lo hacía sobre las turbulentas aguas primordiales; manteniendo viva la Presencia de Cristo en medio nuestro; consiguiendo que podamos alzar la mirada y remontarnos, anhelando con todas nuestras fuerzas, que llegue el día en que, abrasados por el ardor del abrazo del Padre, nos reconozcamos a nosotros mismos, transfigurados en Cristo.




Raúl Moris G. Pbro.




Freddy Mora | Imprimir | 862