sábado 12 de julio del 2025
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 02-01-2024
LA SAGRADA FAMILIA DE LA HUMANIDAD
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Raúl Moris G. Pbro.


El domingo siguiente a la celebración de la Navidad, en la celebración de la Sagrada Familia de Nazaret, la Liturgia nos insiste en el Misterio de la Encarnación, que acontece en un tiempo determinado, en circunstancias histórico-culturales concretas, el anuncio de un Dios que abraza nuestra historia, haciendo de ella su propia historia.

El escenario es el Patio del Templo de Jerusalén, los primeros protagonistas son esta joven familia campesina, que, portando en brazos a su hijo de pocos días, va a cumplir las prescripciones de la ley; el primer acento es la pobreza: se detiene Lucas en describir en qué consiste la ofrenda para el sacrificio de purificación: “Un par de tórtolas o dos pichones de paloma”; en el libro del Levítico, los ritos de purificación estaban ordenados para todos los israelitas, para los que poseían recursos, con los que podían compran un animal que reuniera las características requeridas para el sacrificio, pero también para los pobres, a los cuales se les pedía esta ofrenda de aves silvestres (Lv 12, 8), cuál es el grupo de pertenencia de los padres de Jesús, queda testimoniado, entonces, por la información con la que el Evangelista se refiere a la ofrenda.

La Encarnación se revela así en plena coherencia con la predilección del Señor por los pobres y excluidos, que había sido anunciada con gozo por los profetas: el nacimiento en el Pesebre, la visita de los pastores, se cierra como en un tríptico, con María, José y Jesús, entrando al Templo para realizar, pobres entre los pobres, sin exigir exención ni privilegio alguno: aunque son los portadores y custodios de la Buena Noticia definitiva, aquella a la que apuntaban los anhelos, intuiciones y sueños de los profetas, noticia que Dios les ha comunicado a través de la visita del Ángel Gabriel, los sacrificios exigidos por la ley también son preceptos para ellos.

María y José son campesinos, habitantes de Galilea, de Nazaret, una aldea tan pequeña, que no había dejado registro en las cartografías oficiales de la época, una aldea que ha de haber tributado poco al Imperio, que no producía nada notable, que pudiera ponerla en la ruta de las caravanas; María y José son campesinos forzados al desplazamiento, así como se someten sin reparos a la Ley de Israel, en lo tocante a los ritos de purificación por el motivo del parto y el nacimiento del primogénito, debieron inclinar la cabeza ante la ley romana del Censo de Quirino, que los obligaba a desplazarse hacia el sur, a la aldea de Belén, aldea natal de José.

Podemos imaginar la sorpresa y el estupor que las grandes construcciones del Templo, producía en la gente sencilla, que peregrinaba a Jerusalén, la monumentalidad del edificio, comparadas con las casas de un piso, de techo bajo, características de sus lugares de origen, podemos imaginar la confusión que causaba en ellos, el vocerío, la diversidad de lenguas, de indumentarias, colores y aromas, que proliferaba en el patio exterior del templo, en donde eran recibidos todos los oferentes en medio de las mesas de los cambistas, de los vendedores de animales para los sacrificios, de los escribas, de los funcionarios del Templo, que salían al encuentro de esta muchedumbre ansiosa de ganarse el favor del Señor.

En este marco podemos situar el encuentro singular que nos relata el Evangelio, se suman a la escena ahora dos personajes, los ancianos Simeón y Ana, profetas ambos, consagrados ambos al servicio del Templo, gastados sus años en la espera paciente del cumplimiento de las promesas del Señor; ambos con el oído entrenado para escuchar los susurros del Espíritu Santo; sin que ellos constituyan una familia, -ambos están convocados por el Espíritu, pero sus circunstancias y su historia son diversas- van a representar a esta otra familia, la extensa, la que hunde sus raíces en las lejanías del tiempo y de las generaciones, esa familia curtida y puesta a prueba en la larga espera, esa, que convocada a salir de su casa un día, para peregrinar al encuentro de la voz del Señor, que les prometió hacer Alianza con ellos, llegó a constituirse en el germen del Pueblo de la Elección.

Una familia envejecida, que sin embargo no ha perdido la esperanza que los lleva a recorrer cada mañana los patios del Templo, buscando al portador definitivo de la promesa y una familia naciente, con el corazón también colmado de esperanza, en medio de los temores, de las urgencias, de las incertidumbres de la precaria vida de los pobres; y en el centro: un niño en los brazos de su madre.

En este niño hallará descanso la espera de Simeón: quien regalará en este Evangelio uno de los himnos más hermosos que la Iglesia canta o recita al terminar el día cada día, desde antiguo y hasta el final de la historia: el Nunc Dimittis: Ahora, Señor, puedes dejar partir a tu siervo… recordándonos que cada día puede ser la ocasión del encuentro con el Señor, que en la Encarnación ha bajado del cielo, ha salido del Templo Eterno para hacerse cotidiano, para hacer del espacio profano también Tierra Sagrada, recorrida y domesticada por los pies de los hombres y mujeres en los que el Señor ha querido hacer su morada, hasta que lleguemos a las puertas de la definitiva.

En este niño hallará Ana la ocasión para dejar salir su alegría a gritos, para que el vocerío del patio del Templo, el de Jerusalén enmudeciera ante la revelación del Misterio.

En este niño, cumplimiento de la Esperanza acariciada desde siglos, pero, al mismo tiempo, Signo de Contradicción, que duerme en paz en los brazos de María, pero que, portador de la paz, será causa de luchas y discordias para una humanidad que anhela esa paz, y sin embargo, no la logra, por la acción insidiosa y corrosiva del propio pecado, en este niño, interpelación de Dios a la humanidad para su conversión; comenzará esta nueva historia, este nuevo peregrinar, que exigirá de María saber soportar el dolor del corazón traspasado en la espera de llegar a comprender en plenitud lo que se le viene revelando desde el momento en que aceptó la misión de ser Madre de Dios; que exigirá de José, ponerse en marcha, tomar decisiones, disponerse a actuar, entre el claroscuro de la incertidumbre.

En este niño la historia de Dios con el Hombre, del Dios-con nosotros. se hace vínculo familiar; nace la Sagrada Familia Humana, cuyo modelo, la Sagrada Familia de Nazaret, abraza, contiene y desafía a cada una de las familias, de esas, múltiples y diversas, coloridas y sombrías, sacudidas por la desgracia, pero animadas por la esperanza, en que los hombres, movidos por el amor y urgidos por la llamada de la vida, que se enriquece cuando la vamos labrando juntos, porfiamos por mantenernos peregrinando entre los vendavales del tiempo, hasta que la Casa del Padre abra sus puertas eternas para nosotros, para siempre.


Freddy Mora | Imprimir | 323