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El Diario del Maule Sur
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Opinión 02-05-2021
PERMANECER EN EL AMOR…

Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el Viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto, al que da fruto, lo poda, para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios gracias a la palabra que les anuncié.

Permanezcan en Mí, como yo en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en Mí. Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en Mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de Mí, nada pueden hacer. Si alguno no permanece en Mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; luego lo recogen, lo echan al fuego y arde.

Si permanecen en Mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante y así sean mis discípulos. (Jn 15,1-8)

Para tener en cuenta:

Una de las tareas más difíciles de la vida del creyente consiste en la permanencia, en la perseverancia para mantener el tono espiritual que hemos alcanzado en los momentos fuertes de la presencia del Señor en nuestras historias; quién no ha experimentado, con algo de sensación de culpa y tristeza, cómo se va enfriando el entusiasmo con la distancia, cuánto nos cuesta mantener vivo el mismo sentimiento que alguna vez abrigamos por una amigo, si es que éste se encuentra lejos; cuánto nos cuesta ser fieles al proyecto común que alguna vez trazamos juntos… o en nuestra vida de Iglesia… Cuán pronta estaba la fe durante la celebración de la Semana Santa, en la Vigilia de Pentecostés, en las fiestas de Navidad, cuán capaces nos sentíamos de responder con un sí firme al Señor y de jugarnos la vida en su seguimiento; cómo nos habíamos llenado de esperanza, de buenos propósitos, de sentido de comunión…, y cuán rápido hemos vuelto al caminar del día a día, en que nos cuestan tanto las reuniones, en donde nos es tan difícil soportarnos unos a otros, en donde somos tan prontos a la suspicacia y al juicio y tan tardos en la acogida y en la misericordia, en donde hay tantas otras cosas que nos urgen, en donde hay tan poco tiempo para detenerse a revisar la vida, a reavivar la memoria…

La comunidad del Evangelista Juan debió haber estado pasando por una situación semejante en su andar de Iglesia joven cuando recordó estas palabras; en esta situación o quizá peor: en un estado de creciente desesperanza: ya han pasado muchos años desde que Jesús le había confiado secretos y misión al Discípulo Amado -este Evangelio ve la luz a fines de la década del 90- ya muchos de los primeros testigos han muerto, ya ha conocido la Iglesia naciente la exaltación y el dolor de las primeras persecuciones, y la tibieza de los nuevos miembros cuando el número de creyente se masifica; ¡y el Señor, que había prometido que habría de volver en su gloria se está tardando tanto!

Es por eso que este Evangelio va a insistir tantas veces en el verbo “permanecer”, que en griego se dice: menõ, mismo verbo que significa “esperar”: permanecer es cultivar una espera activa, una espera en tensión, capaz de dar frutos a partir de esa misma tensión; una espera que supone fidelidad; la fidelidad de la comunidad que se echa tanto de menos a lo largo de la historia de amor entre Dios y su pueblo; por cierto, no es casual que la figura escogida en este pasaje para ilustrar la permanencia fiel y fecunda sea la de la Vid; la misma que en el Antiguo Testamento aparece en la Canción de la Viña, del Profeta Isaías, uno de los más bellos poemas que reprochan la estéril falta de fe, la incapacidad de corresponder con frutos apropiados al don gratuito del amor (cf.Is 5, 1-7), en suma, la contumaz indiferencia e infidelidad de la humanidad a los esfuerzos que brotan desde lo profundo del querer de Dios.


El permanecer unidos al tronco original, sin lo cual para el sarmiento no hay fecundidad alguna posible en el aventurarse por la senda de la salvación, implica dejar fluir por sus ramas la misma savia vivificante que brota de la vid primera, Cristo; en la atenta práctica de sus mandamientos, que en este Evangelio queda sintetizados en el del Amor hasta el extremo; pero supone también dejarse moldear por el Padre del mismo modo con que moldeó al Hijo, en la entrega sin reparos, en la pobreza generosa, en el total despojamiento, en la obediencia que se prueba de manera definitiva cuando es alzado en la cruz.

Por eso, la permanencia esperanzada, que nos pide el Evangelio no está exenta de dolor, lo que hace de este Evangelio una buena noticia ardua (una de las razones que en nuestros días dificultan la perseverancia y la fidelidad, está en la pérdida de tolerancia al dolor, al esfuerzo y al sacrificio, que experimentamos como algo natural y esperable en una cultura que genera analgésicos cada vez más eficaces).

La cuestión del dolor se desliza en este pasaje a partir del uso del sentido doble de un mismo verbo: en griego kathairõ, que significa purificar, limpiar; pero también, podar; las primeras comunidades cristianas por cierto habían conocido el proceso del corte radical que acaba con la vida del sarmiento, eran comunidades que habían sido testigos tanto de cómo algunos de sus miembros habían abandonado el seguimiento pedido por el Señor, por miedo, desesperanza, frustración de las ilusiones o de las pretensiones originales que los había llevado a acercarse a la Iglesia; pero también habían sabido del dolor de la poda: lo habían conocido aquellos miembros de la comunidad que, en medio de la persecución –e incluso mediante ella-, en medio de la angustia y de la tribulación, se habían fortalecido dolorosamente en la fe, estaba comenzando la experiencia de aquellos miembros que, con la ayuda del Espíritu Santo se esforzaban en constituir una Iglesia que, regada ya por la sangre de los primeros mártires, estaba dando frutos abundantes.

La parra podada por el viñador, sin duda sufre el dolor de los cortes, pero sin ese tratamiento no sería capaz de producir los racimos esperados, así también sucede con la vida cristiana cuando se toma realmente en serio, cuando se intenta edificar la Iglesia con fidelidad al seguimiento original: el del Resucitado, que muestra en su cuerpo las marcas de la cruz y revela así el sentido último, de este dolor, el más fecundo, el que nos ha alcanzado la salvación.

La Iglesia, parra, por cuyos sarmientos fluye la fecunda savia del cuerpo y la sangre de Cristo, ha precisado de esta poda, a lo largo de la historia, porque la fragilidad de los sarmientos, la veleidad de la memoria, las siempre sinuosas tentaciones del poder y de la autoafirmación, hacen que se olvide, con peligrosa facilidad, que lo único que le proporciona vida, y su único propósito, es la adhesión a Cristo, muerto y resucitado, que a Él es a quien tenemos que anunciar con insistencia, que de la contemplación de Sus gestos y palabras no podemos apartar la mirada.

La gloria de mi Padre…: resplandece de alegría el rostro del Padre cada vez que, contemplando su creación, puede decir de ella que está bien hecha; aquí esta creación bien hecha se manifiesta en los frutos del discípulo, en la adhesión fecunda del que se reconoce como seguidor de Cristo y se esfuerza por ser coherente en sus gestos, palabras y realizaciones; en ser fiel a esa llamada a la comunión, que se expresa en esa certeza de saberse escogido -y apremiado- para algo grande, de sentirse acogido y escuchado por el Padre, que ve como la vid que plantó en su Hijo, cubre de brotes y pámpanos la tierra entera.


Raúl Moris G. Pbro.
Freddy Mora | Imprimir | 990