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El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 03-12-2023
SIN BAJAR LA GUARDIA EN LA ESPERA
Raúl Moris G. Pbro.


Cuando todo nos dice que el año se está acabando, con las apreturas, urgencias y dolores que hemos cargado durante meses, con todo lo que hemos alcanzado a hacer y con lo mucho que nos queda por concluir, después de un año lleno de proyectos y esperanzas, pero también de incertidumbres y de aflicciones, comienza un nuevo ciclo para la Iglesia.

Es preciso recordar una vez más, una de las primeras y más genuinas de las misiones que nos ha encomendado el Señor: animar la espera de la humanidad, velar para mantener viva la anhelante tensión de las comunidades, mientras aguardamos la manifestación definitiva del Señor, ser centinelas alertas en la noche de la historia, en el claroscuro del tiempo, de la llegada del momento en que Jesús cumpla su promesa y venga en su gloria a clausurar esta misma historia: el Kairós del Señor, irrumpiendo triunfal y definitivo en el Khronos, el continuo lineal del tiempo, que se ha ido devanando por milenios en el peregrinar de la humanidad; anhelar con ardor, que llegue el día del triunfo del plan de salvación, que el Padre ha concebido desde el principio. Reemprendemos el peregrinar de la Iglesia, acogiendo un año más el tiempo del Adviento.

El Adviento como tiempo litúrgico es en primer lugar y principalmente un tiempo de tensión escatológica: esperamos como Iglesia el acontecimiento con el cual –tal como nos ha anunciado el Señor- esta historia nuestra ha de alcanzar su fin, en todo el sentido que esa palabra tiene: su consumación, su culminación, su término, su coronación y sentido pleno.

El Adviento es el tiempo de la insomne vigilia, de un escrutar atento y animoso los signos que el Señor suscita para nosotros para poder descubrir su Presencia, huidiza y velada, en los sacramentos, en el acontecer de los anhelos y esperanzas, dolores y frustraciones de la humanidad, sin impacientare, y sin bajar la guardia, hasta que se manifieste en todo su patente esplendor.

El Adviento es el tiempo de la esperanza, no del simple esperar pasivo lo que nos sobrevenga, con los ojos puestos en el suelo, en el aquí y ahora, en el que con tanta frecuencia tropezamos, en el que tan a menudo parece que no avanzamos, porque los accidentes del camino se nos figuran infranqueables, sino el de la esperanza activa, con los ojos elevados hacia el cielo y hacia el horizonte, que la Palabra del Señor nos ha dibujado, para desde allí, dar luces a nuestro presente, para desde allí, darle hondura a nuestro quehacer actual y cotidiano; ciertos en que, si lo que el futuro nos ha de traer proviene de Dios, no puede ser sino una realidad gozosa. Nada más lejos del espíritu del Adviento cristiano, que los predicadores del terror, que los anunciadores de catástrofes apocalípticas, que las ominosas amenazas de los que buscan sojuzgarnos apelando al recurso del miedo.

El Adviento es asimismo un tiempo de admirada contemplación del sorprendente cumplimiento de la promesa hecha desde antiguo al Pueblo de Israel, de modo de poder también nosotros fortalecernos en la confianza de que la promesa hecha por Cristo a su pueblo, a nosotros, la Iglesia, también habrá de cumplirse; por eso es que el Adviento es una mirada hacia el futuro, sostenida en la conmemoración del momento de la Encarnación; escrutamos hacia delante mirando el fin de los tiempos, con la memoria del corazón prendida de la noche de Navidad.

Y es precisamente esta espera esperanzada, esta vigilia activa la que quiere animar el pasaje del Evangelio según San Marcos propuesto para iniciar este tiempo; culmina con este fragmento el así llamado Apocalipsis de Marcos, el cap. 13 de su Evangelio, destinado a reavivar la confianza de una comunidad remecida exteriormente por la inestabilidad ambiental que le está tocando vivir, por la hostilidad que comienza poco a poco a cerrarse en torno suyo, pero que, internamente, está viviendo el proceso de adormecimiento que suele acompañar a la larga espera.

Si el Evangelio de Marcos es –como prácticamente de modo unánime se presume- de la segunda mitad de la década del 60, entonces la comunidad a la que está dirigido necesitaba con urgencia esta exhortación a la vigilancia, a caminar con esperanza por los arduos senderos de su historia: la primera generación de cristianos está comenzando a morir, hacia el año 64-65, Nerón ha promovido la persecución a los cristianos de Roma, en la que alcanzan el martirio Pedro y Pablo; las fronteras del Imperio no consiguen estar pacificadas, la economía romana está viviendo momentos cruciales: el empobrecimiento de las tierras, el alza de los impuestos para poder sostener los gastos militares y la compleja burocracia administrativa, la hambruna en vastas regiones del Imperio (en Palestina en la década del 50), la Guerra Judía, que ha comenzado en el año 66, son fenómenos que se yerguen ominosos, sin dar señales de terminar.

Hacia la cuenca del Mediterráneo convergían de todas partes, especialmente desde oriente, anunciadores de salvación, promotores de ritos, entre la magia y la religión, que ayudaban a aferrarse a algo, por difuso que sea, para poder sostenerse, en medio de las mareas cada vez más turbulentas del mundo.

Por su parte, las primeras comunidades cristianas estaban pasando del enfebrecido entusiasmo inicial de los conversos, a un moderado seguir andando en donde la larga espera amenaza con hacer cansina la marcha: el Señor ha prometido que vendrá y nos liberará, pero se tarda tanto, en esta espera se comienzan a bajar los brazos, se entorpecen los pies del peregrino, pesan ya los párpados tras la larga vigilia...

Ante ese adormecimiento se alzan las voces de alerta de este Evangelio, no están dichas en los tonos de amenaza, como muchas veces en la tradición cristiana hemos entendido los Apocalipsis, no es la angustia de la comunidad la que quiere despertar el Evangelista, sino al contrario, enarbolar, de cara a la angustia, el estandarte de la esperanza, por eso el tono de la amonestación es el que brota del amor: estén atentos, no se dejen vencer por el sueño, velen; el Señor vendrá –así lo ha prometido, así lo hará- pero Él no se rige por las convenciones que marcan nuestras medidas de tiempo; no hay que suponer que si no ha llegado ya, ha de tardar demasiado, si a su partida ha seguido el declinar el lento atardecer y la caída de la noche no hay que confiarse en que la aurora está lejana y mientras tanto podemos bajar la guardia. No, este Señor no le teme a la noche, puede llegar aun cuando a nuestro derredor se cierren las más impenetrables tinieblas.

Una de las cosas que el trato de siglos del pueblo creyente con Dios, nos ha enseñado, es que Él nunca ha de dejar de sorprendernos, que Él siempre sobrepasará nuestras previsiones, así también sucederá con el momento de su manifestación definitiva, la irrupción del kairós, del acontecimiento pletórico de la presencia y de la acción de Dios, no está regida por nuestro horario, no se ajusta a nuestra cronología; su tiempo es la sorpresa, su momento es de repente.

Esa es la exhortación de Marcos para su comunidad, pero también para nosotros, para reavivar nuestro propio andar de Adviento, para los que en la Iglesia han recibido la tarea especial de ser conductores y vigías, para los que han acogido la misión de ser animadores y formadores; pero no solo para ellos, también para toda la Iglesia peregrina, para que aprendamos a crecer en la responsabilidad compartida de mantenernos unos a otros vigilantes y atentos, para que nos exhortemos y nos ayudemos a mantener tenso el tono de la espera activa; para que no olvidemos que hemos sido convocados en la esperanza, para dar testimonio de ella, para perseverar en ella, para caminar confiados, lúcidos y alegres al encuentro del Señor que se acerca, al que no podemos dejar de rogarle con la misma insistencia de la Iglesia de la primera hora: ¡Ven pronto, Señor, ven Salvador!.



Freddy Mora | Imprimir | 242