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Opinión 12-06-2022
SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD LA VERDAD QUE NOS REVELA EL ESPÍRITU…
El contenido de la palabra “Verdad” ha llegado hasta nosotros proveniente de dos culturas distintas, la cultura griega y la cultura judía, que se han encontrado en la síntesis que ha hecho de ellas el cristianismo, al inicio de lo que llamamos “Occidente”.
En el mundo griego, (para ser más exactos en la tradición socrático-platónica) la palabra “verdad” apela al ámbito del conocimiento visual y racional; la verdad (en griego Alétheia), es algo que exige ser descubierto, arduo de alcanzar, puesto que se presenta cubierta por los tupidos velos de las distintas opiniones de los hombres, opiniones más o menos verosímiles, que parecen verdaderas, pero no lo son en realidad; quien quiera encontrarse con la verdad, quien quiera ver de frente su rostro resplandeciente, su prístino esplendor, ha de hacer primero el ejercicio de rasgar el velo (lethos) que la cubre, de desvelarla.
La verdad es un objeto, ese tesoro que espera, paciente y pasivo, ser descubierto por quien tenga el valor de emprender la aventura de ir renunciando a todo aquello que se interponga seductor en medio del trabajo de depurar la mirada de la razón, que ha de evitar el ser cautivada así, sin más, por lo aparente, en el afán de llegar a contemplar lo que realmente vale la pena, aquello que no cambia, aquello que permanece siempre igual a si mismo, aquello que la espera al final del camino de ascenso hacia la simplicidad de lo eterno.
En la tradición hebrea, la “Verdad”, (’Emunah) en cambio, es aquello que brota de los labios de quien no puede mentir; la verdad es una gesto de fidelidad que acontece en la relación entre dos sujetos: es aquello que se escucha con confianza porque proviene del corazón de aquél del cual no podemos dudar que será fiel a la fe que hemos puesto en él; por eso, en hebreo, la respuesta a una proposición verdadera, es la expresión de confiado asentimiento que hasta el día de hoy conservamos en nuestro idioma: Amén: es decir, ¡Así es!: creo firmemente en lo que me estás diciendo no porque lo pueda comprobar, contrastar desde mi propia experiencia, sino porque creo en ti, porque creo que no puedes, ni quieres engañarme, porque creo que de tu boca y de tu corazón no puede salir nada torcido. La “Verdad” en este ámbito, no es algo que pueda ser descubierto, desvelado, conquistado; “Verdad” es aquello que ha de ser acogido como un don, porque es revelado por amor.
En el mundo griego, el discípulo de la Verdad es el Filósofo, que consagra todos sus esfuerzos a la indagación, que consagra sus ojos y su inteligencia para escrutar, para escudriñar en lo intrincado, entre la brumosa penumbra, su resplandor esquivo.
En el mundo hebreo, en cambio, el discípulo de la Verdad es el Creyente, aquel que se sienta obediente a los pies del maestro a escuchar, que hace agudo su oído y lo prepara para escuchar cada día la palabra siempre fiel de su Señor (cf Is 50, 4); de un Señor que no espera impasible a que lo descubran, sino que ha querido -por puro amor- darse a conocer a sí mismo y revelarnos el misterio de su voluntad.
De ésa, de la Verdad-fidelidad, de la ‘Emunah, es de la que nos habla este Evangelio, cuando Jesús promete el envío del “Espíritu de la Verdad” de quien nos dice que: “les señalará el camino hacia la Verdad completa”.
Y ¿Cuál es esa Verdad completa hacia la cual ha de guiar el Espíritu Santo a la comunidad de los Apóstoles, a la Iglesia? Es la verdad de la íntima vida de Dios, que no consiste en un solitario existir, pleno, perfecto e impasible, sino en la comunicación del amor que hace de Tres Personas un solo Dios.
La verdad completa, a la que nos conducirá el Espíritu es la verdad de la Santísima Trinidad; verdad que el Antiguo Testamento no alcanzó a conocer, pero parece haberla estado intuyendo en muchas páginas luminosas en donde la intimidad de Dios parece estar desplegándose en un diálogo de amor, (Gn 1, 26ss o Prov 8, 22-33, entre otros) verdad que sólo se acoge en la medida en que el rostro humano de Cristo nos hace reconocible el rostro misericordioso del Padre; en la medida en que Cristo ha manifestado que por Él y en Él podemos llamar con confianza Padre, al Dios “que habita en las alturas”, en la medida en que el Espíritu Santo nos permite ahondar en este misterio, nos permite creer en Jesús y creerle a Jesús.
Es la Verdad completa de un Dios Padre, que nos regala la vida, que nos espera, que nos ha construido esta casa que es el mundo para que vivamos en ella, pero también para que aprendamos a reconocerla como signo de Su casa, la casa del Padre, la Patria, que es la meta de nuestro andar; la Verdad completa de un Dios Padre, que ha enviado a su Hijo a nacer como hombre, para que como hombre pueda también pronunciar ese Sí que lo constituye como Hijo desde toda la eternidad.
Es la Verdad completa del Dios Hijo, que despojado de su gloria, “por nosotros y por nuestra salvación”, se ha hecho carne, para nacer pobre en un pesebre, ha aprendido a amar con un corazón de hombre, ha expresado su amor por el Padre con voz de hombre, ha conocido y abrazado el dolor de la humanidad y su angustia, ha trabajado con sus manos, se ha fatigado recorriendo nuestras sendas, se ha entregado hasta la muerte por obediencia y por amor; ha resucitado para que así ocurra con nosotros.
Es también la Verdad completa de Dios Espíritu Santo, de alas irrefrenables: Aliento de Dios que crea la vida y la renueva, Susurro de Dios que despierta el oído de los Profetas y desata sus labios, Resplandor de Dios que abre los ojos de los Apóstoles y encamina sus pasos, presencia evanescente de Dios: Nube sombría y luminosa, Fuego abrasador, Brisa vivificante, que conduce al pueblo hacia la tierra de la promesa, que hace salir de en medio de ese mismo pueblo a los pastores que caminarán al frente y presidirán la procesión de la Iglesia peregrina; Paráclito, Defensor, Consolador, Amonestador, Consejero, Inspirador, Intérprete, que ilumina la mente del corazón de los fieles para que crean en Jesús y en su Palabra, única que nos salva; Paloma que agita el corazón de la Esposa, La Iglesia, y le hace proferir anhelante la primera y última invocación a su Esposo: Marana-Tha! ¡Ven, Señor!
La verdad de la Santísima Trinidad, no es tanto objeto de conocimiento, de entendimiento, de descubrimiento con la luz de la razón; siempre ésta se nos confundirá si va sola por ese sendero, encandilada por la luminosa tiniebla del rostro de Dios; la verdad de la Santísima Trinidad, que el Espíritu Santo nos ha venido a revelar, es la de ese amor eterno, entre el Padre y el Hijo, en donde habita a sus anchas el mismo Espíritu. Una verdad que apela a nuestro asentimiento en la fe, fe que viene en auxilio nuestro, para invitarnos a encaminar nuestros pasos allí por esos parajes que, de tan vastos y espléndidos, embotan el ojo avizor de nuestra razón.
Verdad, que para nosotros, miembros de la Iglesia, cuya misión es revelar este misterio insondable para alegría del mundo, se convierte en desafío permanente y cada vez más urgente, porque no podemos llevarla a cabo, sino intentando vivir con veracidad y al modo de la Santísima Trinidad, esa comunión entre la fe que decimos profesar y predicamos, y los gestos y acciones que vamos realizando a lo largo de nuestro peregrinar, consistente coherencia, que el mundo nos reclama para creer.
Verdad, que no es otra cosa que la acción inconmensurable de ese amor que sostiene y alimenta la Vida misma de Dios, Vida que insiste y no pone resistencias en prodigarse incontenible hacia nosotros.
Raúl Moris G. Pbro.
Freddy Mora | Imprimir | 614