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sábado 05 de julio del 2025
Opinión 17-12-2023
TESTIGOS DE LA ALEGRÍA…
Raúl Moris G. Pbro.
El tercer domingo del tiempo de Adviento recibe, a partir del texto latino de su antífona de entrada, el nombre de Gaudete; es decir: ¡Alégrense! Es el domingo en que se enciende en la Corona de Adviento el cirio de color rosado -el del color de las primeras luces que anuncian, en el declinar de la noche, la llegada de la aurora.
Es el domingo en donde la Liturgia de la Palabra se centra con insistencia en el tema de la alegría en sus diversos registros: desde la alegría desbordante del profeta Isaías, nacida del anuncio del gozoso fin de la historia: la Jerusalén redimida, desposada para siempre con el Señor; obra del Mesías, del Ungido, que viene a proclamar la gracia restauradora que brota de la voluntad imbatible del Señor.
A esta alegría se suma el Cántico exultante del Magnificat, -que ocupa hoy el lugar del Salmo Responsorial- que brota de los labios de María, al reconocerse como instrumento favorecido por la gracia del Señor, que definitivamente ha tomado partido por los pobres de su pueblo, para la consumación de las promesas que Israel atesoraba desde Abraham, en favor de los pobres de la tierra.
Continúa con la alegría como imperativo evangelizador del verdadero discípulo, en la exhortación de San Pablo a los Tesalonicenses; para culminar con la serena alegría de Juan el Bautista al poder declarar inminentemente cercano a Aquél, al que ha venido a preceder con sus palabras, sus acciones y con el signo de su propia vida.
Si el segundo domingo de Adviento nos centraba en la figura del Bautista, como signo elocuente de la Metanoia, llamada perentoria a esa urgente conversión de la mentalidad que Juan no se contenta con proferirla a viva voz, sino con el testimonio de su propia vida, totalmente abandonada en las manos de Dios; en este domingo es el propio Juan Bautista -en el recuerdo que de él atesora Juan, el Evangelista- quien nos quiere descentrar de su propia figura, para encauzar nuestra mirada a Jesús, única fuente de nuestra alegría. En esto consiste el gozo del precursor, en su disponibilidad para despojarse, para empequeñecerse, para no eclipsar el resplandor de la luz, que lo ha elegido como testigo suyo.
La interrogación a la que es sometido el Bautista por parte de los sacerdotes y levitas en el Evangelio de hoy nos sitúa en la expectativa mesiánica del s. I; después de los cinco siglos de enmudecimiento profético en que Israel estaba sumido, y junto al desarrollo del judaísmo canónico, había surgido una serie de leyendas en torno al Mesías esperado, una de ellas era la que decía que tal acontecimiento sería precedido por una nueva apertura de los cielos, aurora señalada por la aparición el nuevo Profeta, el último, el definitivo; el que detentaría toda la plenitud del Espíritu, que había inspirado a los antiguos; otra variante de la misma esperanza era la de la reaparición de Elías, arrebatado a los cielos, como cuenta el Primer Libro de los Reyes; esta desaparición de Elías era entendida por algunos círculos del judaísmo como una suerte de preservación, de reserva: Elías ha sido llevado a los cielos, desde donde será nuevamente enviado a proclamar la justicia de Dios, al cumplirse el tiempo de la consumación de la historia.
Juan el Bautista, tiene la humildad y la lucidez como para no aprovecharse de la expectativa popular: declara que no es ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta; reconoce que Él no es el protagonista de los acontecimientos que lo incluyen y a los que contribuye con su papel; reconoce y acepta gustoso su rol vicario, sabe que la multitud, que se siente atraída por Él y los discípulos que ha congregado en torno suyo, pertenecen a otro, tienen que ser preparados, conducidos, pero, que en el momento oportuno, ser dirigidos y entregados a Ése al que ha estado anunciando y que ahora el Bautista anuncia estando ya cercano.
Porque precisamente en eso se centra el anuncio del Bautista: al Esperado de los tiempos ya no hay que seguir aguardándolo más; el momento, el kairós, es ahora. El cumplimiento de las promesas se erige inminente en medio del pueblo, en medio de los pobres.
Juan el Bautista sabía que él estaba concitando las miradas, los corazones expectantes de un pueblo que había envejecido en la espera, pero que porfiaba en la esperanza: los pobres de Israel; sabía también de otros que habían convertido esta espera en buen negocio: los administradores del culto, los traficantes de una moral opresora y unidireccional, los que lucran del temor y la confianza de los sencillos, esos para los que la inminencia de la llegada del tiempo del Señor, del kairos, que irrumpe y se infiltra en nuestro tiempo, en nuestra historia, es una noticia incómoda, que pondría de manifiesto sus intenciones, que los desenmascararía.
Juan lo sabía, y por eso es enfático en declarar cuál es su papel preciso en este plan; y que hay una tarea urgente que realizar: reconocer el paso del Mesías, que ya camina entre su pueblo.
Por eso no teme en despojarse el Bautista de la tentación de hacerse de seguidores propios, y con generosidad apunta hacia Aquel que ya se ha levantado y está ya dejando su huella por los caminos por donde transitan los pasos de los pobres.
El despojamiento, que sin duda siempre reviste elementos dolorosos, que siempre implica desgarramiento, constituye la alegría del Bautista: con la próxima aparición de Jesús, su influencia ha de ir disminuyendo, su ministerio ha de ir mermando, hasta culminar su vida con la entrega absoluta, con el testimonio de su sangre; pero no será él quien decida el cuándo de su retiro, ni el cómo del fin de su ministerio, Juan, verdaderamente despojado, esperará… será el Señor quien decida, será el Señor quién se haga cargo de llevar a término la misión que Él mismo ha puesto en sus manos.
La vocación de Juan es la del testigo, la del que recibe sobre sí el resplandor de la luz, pero no se apropia de ella para sí, sino que la refleja para que podamos descubrir la fuente prístina de esa luz, la vocación de Juan, como la de todo testigo fidedigno, es la de no centrar la atención sobre sí, sino sobre Aquél que se ha hecho dueño de su tiempo, de sus esfuerzos, sobre Aquél que colma sus aspiraciones y lo llena de sentido; en eso se asienta la vocación y la serena alegría del Precursor.
En este tercer domingo de Adviento, estamos invitados a acoger esa alegría de sus testigos: la alegría cristiana, que es la expresión precisa que brota de la consideración de nuestras vidas alumbradas por la presencia del Dios Encarnado, que se empeña en caminar por nuestras sendas, llorar nuestros dolores, reír con los mismos tonos de la voz humana; estamos convocados a acoger y transmitir la alegría de los profetas, de los discípulos, de los servidores del Señor, de María, de Juan el Bautista; y de todos los santos que han decidido firmemente caminar de parte del Señor al lado de los pobres, para también nosotros ahora la alegría y la misión de ser testigos que salgan a anunciar que la aurora está despuntando, que la presencia del Señor se deja ver y resplandece ya en medio de las penumbras en las que a menudo nuestro andar de peregrinos corre el riesgo de extraviarse.
El tercer domingo del tiempo de Adviento recibe, a partir del texto latino de su antífona de entrada, el nombre de Gaudete; es decir: ¡Alégrense! Es el domingo en que se enciende en la Corona de Adviento el cirio de color rosado -el del color de las primeras luces que anuncian, en el declinar de la noche, la llegada de la aurora.
Es el domingo en donde la Liturgia de la Palabra se centra con insistencia en el tema de la alegría en sus diversos registros: desde la alegría desbordante del profeta Isaías, nacida del anuncio del gozoso fin de la historia: la Jerusalén redimida, desposada para siempre con el Señor; obra del Mesías, del Ungido, que viene a proclamar la gracia restauradora que brota de la voluntad imbatible del Señor.
A esta alegría se suma el Cántico exultante del Magnificat, -que ocupa hoy el lugar del Salmo Responsorial- que brota de los labios de María, al reconocerse como instrumento favorecido por la gracia del Señor, que definitivamente ha tomado partido por los pobres de su pueblo, para la consumación de las promesas que Israel atesoraba desde Abraham, en favor de los pobres de la tierra.
Continúa con la alegría como imperativo evangelizador del verdadero discípulo, en la exhortación de San Pablo a los Tesalonicenses; para culminar con la serena alegría de Juan el Bautista al poder declarar inminentemente cercano a Aquél, al que ha venido a preceder con sus palabras, sus acciones y con el signo de su propia vida.
Si el segundo domingo de Adviento nos centraba en la figura del Bautista, como signo elocuente de la Metanoia, llamada perentoria a esa urgente conversión de la mentalidad que Juan no se contenta con proferirla a viva voz, sino con el testimonio de su propia vida, totalmente abandonada en las manos de Dios; en este domingo es el propio Juan Bautista -en el recuerdo que de él atesora Juan, el Evangelista- quien nos quiere descentrar de su propia figura, para encauzar nuestra mirada a Jesús, única fuente de nuestra alegría. En esto consiste el gozo del precursor, en su disponibilidad para despojarse, para empequeñecerse, para no eclipsar el resplandor de la luz, que lo ha elegido como testigo suyo.
La interrogación a la que es sometido el Bautista por parte de los sacerdotes y levitas en el Evangelio de hoy nos sitúa en la expectativa mesiánica del s. I; después de los cinco siglos de enmudecimiento profético en que Israel estaba sumido, y junto al desarrollo del judaísmo canónico, había surgido una serie de leyendas en torno al Mesías esperado, una de ellas era la que decía que tal acontecimiento sería precedido por una nueva apertura de los cielos, aurora señalada por la aparición el nuevo Profeta, el último, el definitivo; el que detentaría toda la plenitud del Espíritu, que había inspirado a los antiguos; otra variante de la misma esperanza era la de la reaparición de Elías, arrebatado a los cielos, como cuenta el Primer Libro de los Reyes; esta desaparición de Elías era entendida por algunos círculos del judaísmo como una suerte de preservación, de reserva: Elías ha sido llevado a los cielos, desde donde será nuevamente enviado a proclamar la justicia de Dios, al cumplirse el tiempo de la consumación de la historia.
Juan el Bautista, tiene la humildad y la lucidez como para no aprovecharse de la expectativa popular: declara que no es ni el Mesías, ni Elías, ni el Profeta; reconoce que Él no es el protagonista de los acontecimientos que lo incluyen y a los que contribuye con su papel; reconoce y acepta gustoso su rol vicario, sabe que la multitud, que se siente atraída por Él y los discípulos que ha congregado en torno suyo, pertenecen a otro, tienen que ser preparados, conducidos, pero, que en el momento oportuno, ser dirigidos y entregados a Ése al que ha estado anunciando y que ahora el Bautista anuncia estando ya cercano.
Porque precisamente en eso se centra el anuncio del Bautista: al Esperado de los tiempos ya no hay que seguir aguardándolo más; el momento, el kairós, es ahora. El cumplimiento de las promesas se erige inminente en medio del pueblo, en medio de los pobres.
Juan el Bautista sabía que él estaba concitando las miradas, los corazones expectantes de un pueblo que había envejecido en la espera, pero que porfiaba en la esperanza: los pobres de Israel; sabía también de otros que habían convertido esta espera en buen negocio: los administradores del culto, los traficantes de una moral opresora y unidireccional, los que lucran del temor y la confianza de los sencillos, esos para los que la inminencia de la llegada del tiempo del Señor, del kairos, que irrumpe y se infiltra en nuestro tiempo, en nuestra historia, es una noticia incómoda, que pondría de manifiesto sus intenciones, que los desenmascararía.
Juan lo sabía, y por eso es enfático en declarar cuál es su papel preciso en este plan; y que hay una tarea urgente que realizar: reconocer el paso del Mesías, que ya camina entre su pueblo.
Por eso no teme en despojarse el Bautista de la tentación de hacerse de seguidores propios, y con generosidad apunta hacia Aquel que ya se ha levantado y está ya dejando su huella por los caminos por donde transitan los pasos de los pobres.
El despojamiento, que sin duda siempre reviste elementos dolorosos, que siempre implica desgarramiento, constituye la alegría del Bautista: con la próxima aparición de Jesús, su influencia ha de ir disminuyendo, su ministerio ha de ir mermando, hasta culminar su vida con la entrega absoluta, con el testimonio de su sangre; pero no será él quien decida el cuándo de su retiro, ni el cómo del fin de su ministerio, Juan, verdaderamente despojado, esperará… será el Señor quien decida, será el Señor quién se haga cargo de llevar a término la misión que Él mismo ha puesto en sus manos.
La vocación de Juan es la del testigo, la del que recibe sobre sí el resplandor de la luz, pero no se apropia de ella para sí, sino que la refleja para que podamos descubrir la fuente prístina de esa luz, la vocación de Juan, como la de todo testigo fidedigno, es la de no centrar la atención sobre sí, sino sobre Aquél que se ha hecho dueño de su tiempo, de sus esfuerzos, sobre Aquél que colma sus aspiraciones y lo llena de sentido; en eso se asienta la vocación y la serena alegría del Precursor.
En este tercer domingo de Adviento, estamos invitados a acoger esa alegría de sus testigos: la alegría cristiana, que es la expresión precisa que brota de la consideración de nuestras vidas alumbradas por la presencia del Dios Encarnado, que se empeña en caminar por nuestras sendas, llorar nuestros dolores, reír con los mismos tonos de la voz humana; estamos convocados a acoger y transmitir la alegría de los profetas, de los discípulos, de los servidores del Señor, de María, de Juan el Bautista; y de todos los santos que han decidido firmemente caminar de parte del Señor al lado de los pobres, para también nosotros ahora la alegría y la misión de ser testigos que salgan a anunciar que la aurora está despuntando, que la presencia del Señor se deja ver y resplandece ya en medio de las penumbras en las que a menudo nuestro andar de peregrinos corre el riesgo de extraviarse.
Freddy Mora | Imprimir | 294