17-03-2022
Hace muchos años, demasiados tal vez para alguien de mi edad, en la remota infancia, que es un turbión de recuerdos en la mente, existía una costumbre con mucho de etéreo y otro poco de inocencia, que era escuchar la lectura de un cuento antes de dormir o como una forma de conciliar el sueño de la niñez.
Mis padres, funcionarios de la salud, hacían turnos de tres noches seguidas, de manera que con mis hermanos, fuimos criados por esa institución del pasado en las familias que era la “nana”, con algo de madre, a veces madrastra, firme y correctiva, pero tenaz apañadora de nuestras maldades de entonces. La principal de ellas, la Rosa, (aún vive) ejercía el papel de gran mayordoma de esa casona de corredores, con amplias viñas en su entorno, donde nos criamos. Estuvo con nosotros largos años y, por su escrutinio, pasaron otras servidoras que, al no ser de su agrado, exponía a nuestra madre una dura alternativa: “señora, se va ella, o me voy yo”. Pero la institutriz que era doña Rosa, sabía de antemano la respuesta de su “jefa”. Y ella siguió reinando hasta poco más allá de nuestra adolescencia.
Esta nana, así como nos metía en orden en las jugarretas del día (con algún vidrio de los ventanales quebrado, tal vez llegar embarrados de las cacerías por los campos) en las noches, con su lectura de algún silabario de la escuela pública, nos leía un cuento para llevarnos al sueño. Primero uno, luego otro hermano, iba cama tras cama cumpliendo esta función de abnegación que para nosotros era hundirnos en las ensoñaciones de la infancia.
Se conjugaba este acto, con el Padre Nuestro que nos hacía rezar nuestra madre, seguido del Ave María. No olvido, es imposible hacerlo, aquella mañana de invierno en que llegó un telegrama de Cauquenes y nos reunió a todos los hermanos para rezar por el abuelo paterno Tránsito González, que había muerto en sus tierras maulinas de Pocillas.
En esa edad tan lejana, siempre fui temeroso de las “apariciones” que las nanas comentaban en la gran cocina, donde florecía un brasero generoso con su tetera para el mate. Mi espíritu impresionable fácilmente quedaba sugestionado con carretas sin conductor que pasaba alguna noche por los caminos, la figura de algún jinete negro que cruzaba el patio o el aullido de los perros que taladraban la oscuridad bajo las estrellas. Se nos aseguraba que ese lamento perruno era porque “veían al Malo”.
Entonces, dormirme oyendo una voz, era una compañía, una tranquilidad inmensa que me aliviaba de esos temores. Pero a veces despertaba en medio de la noche y nadie estaba cerca, no oía la voz de la nana con su relato monocorde y todo era silencio. Una inmensa angustia me embargaba.
Aún ahora, superados varios decenios de la existencia, a veces, en la soledad de la casa, cuando mi esposa e hijo han debido salir y se aproxima la noche, siento ese temor inexplicable, tenue, como un rumor del fondo del alma, sensación difusa que no he logrado expurgar.
La lectura del cuento, sacado del Peneca o El Cabrito de esos años, era un bálsamo adormecedor que evocaré siempre.
Ahora, cuando llegó a nosotros el milagro del nieto, en sus cuatro o cinco años de escasa vida, también pidió a su abuela, mi esposa, la lectura de un cuento. A las diez o quince líneas ya estaba durmiendo. En otras ocasiones, pedía que el “tata” lo tomara “de una manito”. Se dormía así, confiado en que esa mano lo cuidaba.
En el fragor de la vida, no siempre grata y veces con duras piedras y guijarros, cuando los padres no pueden ayudar ni sostener, y ya no está la nana de la infancia, en algunas ocasiones, se añora poder retornar a esa edad de pureza, tibieza y despreocupación. Algo similar me acontecía las veces en que mi madre me llevaba en sus viajes de compras a Talca y un extraño temor me envolvía cuando se encendían las luces de la ciudad ante la caída de la tarde y yo sentía la lejanía de la casa y, por motivo alguno, soltaba la mano materna. Igual turbación, aún ahora, me sobresalta en Santiago, urbe a la que he ido tal vez mil veces, y se deja caer la oscuridad y se abren los mil ojos de neón.
Tal vez alguna noche, cuando las preocupaciones de la página que escribimos, de las obligaciones del libro que no logramos enhebrar, del capítulo que dejamos a medias o de los múltiples problemas cuotidianos que nos asedian, quisiéramos pedirle a nuestra nana, la lectura de un cuento, que nos lleve a esa pradera mágica de la niñez y ser envueltos por el sueño profundo, dulce y tranquilo de la infancia lejana.
Jaime González Colville
Academia Chilena de la Historia
http://www.diarioelheraldo.cl/noticia/-leer-un-cuento | 12-07-2025 06:07:20