DGO 15 T.ORD. C.C. HAZ ESTO Y VIVIRÁS…

10-07-2022


El sentido que ha de revelarse no apunta precisamente al contenido manifiesto de los dos mandamientos citados, contenido que ningún hombre del pueblo de Israel –incluido Jesús- va a poner en cuestión, máxime si se recuerdan –como ciertamente lo hacían aquellos que tenían familiaridad con la Escritura- las palabras de despedida de Moisés en el Deuteronomio (Dt 30, 9-14), en las que se afirma la connaturalidad de la Ley con el corazón del hombre, lugar en donde ésta está verdaderamente inscrita; el sentido, está en relación con dos elementos que marcan a su vez dos momentos en la perícopa: el primero, en referencia a la Palabra misma: la Ley, de la cual es supuestamente un perito el interlocutor de Jesús, el segundo, con el contenido y las implicaciones de la palabra “Prójimo” cómo hay que entenderla, o mejor, desde dónde situarse para entenderla.

Jesús problematiza la interpelación inicial del Doctor de la Ley: a una pregunta directa, le replica con dos, más una propuesta y una promesa: lo invita así a una interacción más dinámica y vital con la Palabra, que -por cierto- está grabada en la memoria del experto: Reconocer, “¿Qué está escrito en la Ley?” Interpretar “¿Qué lees en ella?” la propuesta vital: Poner en práctica: “Obra así” apropiándote de esa palabra, de manera que su puesta en acción en tu propia vida, le restituyan su intención primera: ser anuncio profético; y finalmente la promesa: “alcanzarás la vida”; estos serán los momentos que habran de marcar no solo la relación de ese Maestro de la Ley con la Palabra, sino de todo cristiano, que cae en la cuenta del tesoro que implica reconocer que esta Palabra, custodiada transmitida y venerada por el Pueblo de Israel y por la Iglesia, es precisamente una invitación punzante y eficaz que, de parte del mismo Dios se ha extendido a la humanidad.

Establecida esta relación con la Palabra, en el segundo momento la cuestión que aparece es el “Prójimo”. En la tradición del pueblo de Israel, el prójimo -es decir el cercano- está definido por la paridad, sólo es considerado verdaderamente prójimo aquél a quien legítimamente puedo considerar un igual, un par; el prójimo, será primeramente entonces ese que pertenece a mi núcleo familiar más cercano; padre, hijos, sobrinos, tíos, etc.; pero como en el mundo antiguo la familia es extensa, serán considerados dentro de la misma categoría aquellos miembros lejanos, pero a los que me ata un vínculo de sangre; la proximidad se extenderá al clan familiar y de éste a la tribu, así, un primo lejano, será más prójimo que el vecino más próximo, pero que no pertenece a mi tribu.

El prójimo de un israelita –pero esto también es común a otros pueblos de la antigüedad, e incluso ha dejado resabios en nuestra propia mentalidad popular- se establece por exclusión, el prójimo de un israelita es solamente uno con el que puedo y debo establecer relaciones de horizontalidad, no es mi prójimo mi superior, menos mi inferior, menos puede serlo el extranjero, aunque esté avecindado durante largo tiempo en mi cercanía, el prójimo de un israelita solo puede serlo otro israelita: un varón del pueblo de Israel.

La pregunta del Doctor de la Ley no sólo parte desde un étnocentrismo manifiesto, sino también de una situación vital más sutil y por lo mismo más difícil de contrastar: el egocentrismo: cuando pregunto quién es prójimo para mí, el centro de la cuestión lo ocupo yo mismo, estoy preguntando cómo están situados los otros en relación conmigo; la Parábola del Buen Samaritano lo que va a proponer será el descentramiento de la pregunta; es decir, pasar de una mirada egocéntrica a una mirada alterocéntrica; un paso desde nuestro natural egoísmo, al altruísmo, en su sentido más profundo; solo así se entiende la cuestión final planteada por Jesús luego de relatada la parábola: Quién se convirtió en prójimo del hombre asaltado.

Éste es el paso para que pueda acontecer una genuina misericordia, la que no aparece de verdad, si en el centro de la acción están mis preocupaciones, mis recursos, mi propia capacidad de ser generoso, la gratificación espiritual que me podría granjear el hacer las cosas bien; sino la necesidad del otro, que solo descubro en el ejercicio empático de acercarme a él, de ponerme en su lugar, y de correr el riesgo de tomar contacto con él, para dejar de suponer que precisa de esto o lo otro, sino para descubrir qué es lo que realmente necesita, de qué está carente, y así sentirme efectivamente interpelado por su presencia; en otras palabras pasar de considerar al otro como un Objeto en el paisaje que constituye la escena en donde yo mismo soy el protagonista, a considerarlo como lo que realmente es: un Sujeto, que me interpela, que se yergue como provocación y desafío, frente al modo como acostumbramos a establecer nuestras relaciones.

Cambiar la dirección, desde una mirada vertical a un mirar y escuchar que nos situa en el plano horizontal de la compasión: El sacerdote y el levita se asoman fugazmente en el relato, y rápido salen: sin duda, eran hombres piadosos, alguna plegaria se habrá elevado desde sus labios, pero hasta allí llegó su preocupación; la verticalidad de su posición les impidió hacer más; o peor aún, la verticalidad de su mirada, desde la cual no se descubre al herido que reclama de nosotros la compasión entrañable a partir de la cual puede volver a levantarse, los terminó convirtiendo en cómplices de los salteadores: los primeros, con su actuar malhirieron directamente al hombre que bajaba por el camino; los segundos, con su indiferencia, ahondaron en las heridas, quizá ahora con una más profunda y sangrante, clavada en la confianza que este hombre había puesto en el Dios, cuya sede hacía santa a Jerusalén, desde donde venía bajando, al igual que estos otros dos, reconocidos servidores de este mismo Señor.

Si la verticalidad de la mirada nos puede volver impermeables ante el dolor de los otros, haciéndolo ajeno a nuestro sentir, en un acercamiento horizontal, el samaritano se descubre a sí mismo y se hermana con el hombre yaciente: ese herido del camino, que reclama su proximidad, podría haber sido él, cómo no ofrecer el más delicado de los cuidados al que sufre, si uno mismo sabe cuánto duelen los golpes y con cuánta gratitud se recibe al que gratuitamente se detiene para brindar asistencia.

El Sacerdote y el Levita que aparecen en el relato, no pecan –como nos podría parecer a primera vista- de falta de humanidad, pecan más bien por poner las normas de pureza ritual -que no son el centro de la Ley- por encima de uno de los dos mandamientos que son su corazón; les preocupa más el hecho de no caer, al tomar contacto con la sangre del herido, en el estado de impureza ritual y los engorrosos trámites rituales que la purificación conlleva, que el socorrer al que está en desgracia; están por tanto centrados en ellos mismos, en su investidura y su oficio; la Ley para ellos en vez de ser ocasión de apertura al amor que se recibe y se dona, se transforma en rigurosa cadena y mordaza, prefieren por tanto dar un rodeo, así sin ver siquiera al herido, se evita la ocasión de llegar a cuestionarse la situación.

El Samaritano, por su parte, hombre pertenecente a un pueblo considerado impío y apóstata -peor aún que los paganos extranjeros, ya que éstos no han recibido jamás la Ley, sin embargo Samaria, habiéndola conocido, se apartó de su observancia- sin tener los escrúpulos rituales que impiden la acción a los dos transeúntes anteriores, hace precisamente el movimiento de descentramiento, al que Jesús nos quiere invitar: primero, se compadece, se conmueve profundamente, el dolor del caído remueve sus entrañas; -el verbo que usará Lucas, será el mismo de cuando quiere describir la reacción del propio Jesús frente al dolor de los otros- y luego, esa compasión se transforma en acción concreta, en obra de misericordia, de solidaridad eficaz frente al que sufre; el herido no es su prójimo; sin embargo, al salir de sí mismo, el Samaritano se hace prójimo del herido.

-Construir con los Otros un Nos-Otros: El sacerdote y el levita pasan de largo por la historia; en la memoria de la Parábola permanecen el samaritano y el posadero, que se involucran y vinculan. El comprometerse compasivo en la suerte del herido, nos despierta la urgencia y la capacidad de buscar y asociar a otros: la figura del Posadero, al que el samaritano convoca, al punto de invitarlo a hacerse cargo con él de ese huésped, con gestos de cuidado que van más allá de lo que su propio oficio le exigiría, nos recuerda que la compasión se extiende por contacto, la conmoción de las entrañas puede contagiarse a otros, no es monopolio ni exclusividad nuestra; podemos y debemos salir a buscar -y sin duda, encontraremos- a otros con quienes tender vínculos e incluirlos en la tarea de entretejer redes en las que se manifieste ese proyecto de humanidad con la que el Padre ha estado soñando desde la Creación.

El prójimo entonces, no se descubre reactivamente, contemplando quiénes son los que nos rodean, quiénes habitan nuestro espacio cercano de relaciones, sino actuando de manera proactiva, saliendo de nosotros mismos al encuentro de los otros; poniendo a los demás no como parte de nuestro propio y particular escenario vital, en donde nos soñamos señores y primeros actores, sino aprendiendo a descentrarnos, para situar en el centro a aquellos, en los que ha fijado la mirada el Padre: los pequeños y los pobres, y hacer así el ejercicio de salir a extender su misericordia, siguendo los pasos del que nunca pierde su centro, precisamente porque su vida no está centrada en sí mismo: el propio Jesús.


Raúl Moris G.,Pbro.




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