Dom. 4º Cuaresma, 19 de marzo 2023 LA LUZ DEL MUNDO…

19-03-2023


Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento, sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?”. “Ni él ni sus padres han pecado –respondió Jesús-; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. debemos trabajar en las obras de Aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo”. Después de que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”, que significa “enviado”.
El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: “¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?”.
Unos opinaban: “Es el mismo”. “No, -respondían otros- es uno que se le parece”. Él decía: “Soy realmente yo”. Ellos le dijeron: “¿Cómo se te han abierto los ojos?”.
Él respondió: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: «Ve a lavarte a Siloé», yo fui, me lavé y vi”.
Ellos le preguntaron: “¿Dónde está?” El respondió: “No lo sé”.
El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos los fariseos, a su vez le preguntaron cómo había llegado a ver.
Él les respondió: “Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo”.
Algunos fariseos decían: “Este hombre no viene de Dios porque no observa el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?”. Y se produjo una división entre ellos.
Entonces dijeron nuevamente al ciego: “Y tú, ¿Qué dices del que te abrió los ojos?” el hombre respondió: “Es un profeta”.
Sin embargo, los fariseos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?”.
Sus padres respondieron: “Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él, tiene edad para responder por su cuenta”. Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: “Tiene bastante edad, pregúntenle a él.
Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Glorifica a Dios. nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. “Yo no sé si es un pecador –respondió- lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo”.
Ellos le preguntaron: “¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?”. Él les respondió: “Ya se los dije y ustedes no me han escuchado, ¿Por qué quiere oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?”.
Ellos lo injuriaron y le dijeron: “¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de “Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de dónde es éste”.
El hombre les respondió: “Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios no podría hacer nada”.
Ellos le respondieron: “Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?”. Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo le preguntó: “¿Crees en el Hijo del hombre?”. “¿Quién es Señor, para que crea en Él?”. Jesús le dijo: “Tú lo has visto, es el que te está hablando”. Entonces él exclamó: “Creo, Señor”, y se postró ante él. Después Jesús agregó: “He venido a este mundo para un juicio: para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven”.
Los fariseos que estaban con Él oyeron esto y le dijeron: “¿Acaso también nosotros somos ciegos?” Jesús les respondió: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: «Vemos» su pecado permanece”.
(Jn 9, 1-41)


Para los primeros destinatarios del Cuarto Evangelio, hombres de cultura mixta: semitas: sirios, israelitas, hombres del Asia Menor, que no obstante su diversidad de orígenes, hablan y se entienden en griego, el signo de la curación del ciego de nacimiento está revelando una palabra que permanece literalmente oculta en el texto, pero que resplandece a lo largo de todo su desarrollo: la Verdad; (en gr. Alétheia), que para los hombres del pueblo de Israel, es fruto de una revelación libre y gratuita de Dios, nacida a partir del acto del amor incondicional y perseverante de un Dios que quiere darse a conocer por puro amor, por eso en hebreo es llamada Emunah, (fidelidad); revelación que precisa, por su parte, de la misma libertad y gratuidad, de parte de los interlocutores a los que se les revela, el disponerse a hacer el proceso de desvelamiento gradual, para que el esplendor de su rostro no encandile la mirada, no obnubile la propia razón.

Y ¿Cuál es la verdad que se está revelando y desvelándose a medida en que avanza el relato? Que Este que ha salido al encuentro del ciego de nacimiento no es otro que Dios mismo: que el Dios que ha prometido andar con nosotros, ya está entre nosotros.

De hecho, el modo como se narra la acción inicial de Jesús es suficientemente elocuente: la acción que aquí realiza Jesús no se trata de una simple curación, sino de un acto de re-creación: se trata de un ciego de nacimiento, no de alguien que recupera por la obra de Jesús algo que ha perdido, sino uno que recibe la luz por vez primera, y a través de un gesto que replica el acontecimiento de la creación, tal como la tradición del pueblo de Israel recuerda y celebra: a partir del polvo de la tierra y del soplo de la boca del Creador, a esto alude el relato con la mención del barro, preparado por Jesús con su propia saliva, para aplicarlo a los ojos del ciego.

Por su parte, el contexto en donde se va a verificar el signo y en donde se va a producir la controversia con los fariseos, dará cuenta de la intención profética del mismo: el ciego, en obediencia al mandato de Jesús, acude a la piscina de Siloé, (del Enviado, como el propio Evangelista nos traduce) para reconocer y dar a conocer que éste, que lo ha sanado, no puede ser sino un enviado de Dios, es decir un Profeta, uno que, más encima, lo ha convocado para la misma misión: anunciar al Señor y poner en evidencia, denunciar a quienes, sistemáticamente, no hacen más que ensombrecer con su actitud la Verdad, de la cual se han erigido ellos mismos, por sí mismos, como legítimos y autorizados depositarios.

La Verdad es Revelación, don absoluto y gratuito del Dios que elige a los pequeños, a los excluidos para manifestar su gloria, para mostrarles su rostro de misericordia: la razón de la ceguera inicial de este hombre no se puede dilucidar con un por qué: el Evangelista se apresura al comienzo del relato en dejar atrás, superada, la doctrina de la retribución que, no obstante, los fariseos se empecinarán en afirmar en defensa de su propia ceguera, sino con un para qué: el Señor va a saber sacar a partir del encuentro con este hombre, la ocasión de manifestar su identidad: el desborde de su amor compasivo: ya es tiempo de que se anuncie la obra de Dios.

La Verdad es Desvelamiento que se va operando en el corazón y la mente del que era ciego que, al paso de los diversos encuentros que acontecen en el relato, va conociendo con mayor claridad, con mayor lucidez, el sentido último de la experiencia que ha hecho de Jesús.

Porque al igual que en el encuentro de Jesús con la samaritana, lo decisivo, para que la luz inunde la mirada de este ciego, es la experiencia del encuentro con Jesús, y no una doctrina que, por venerable que ésta sea, puede permanecer mezquinamente oscurecida por el celo de los mismos que se presentan como sus custodios, y es esta experiencia lo que lo capacita, para no solo hacer el proceso de desvelamiento hasta el final; cuando se postra ante Jesús, reconociéndolo como su Dios, sino para también dejar al descubierto la culpable esterilidad de las razones doctrinales de los fariseos, que de hecho solo les han servido para poner un velo sobre los propios ojos y sobre los de aquellos, a los que tienen como deber enseñarles a descubrir la presencia del Señor.

Porque la visión del ciego, recibida como don, va a servir de denuncia de las distintas cegueras que van apareciendo en el texto, cegueras tanto más graves cuanto son las que cargan aquellos que pudiendo -y debiendo- se resisten a ver: La ceguera de los primeros testigos; la ceguera de los propios padres del ciego, la obstinada ceguera de los fariseos.

La ceguera de los primeros testigos que, quizá por pereza ante el desafío de pensar cómo la acción de Dios está aconteciendo delante suyo, sin mayores mediaciones, prefieren abrazar la solución fácil, pero inverosímil: afirmar que el hombre al que ahora descubren viendo, tiene que ser otro que se le parece, que es lo mismo que confesar de manera tácita –y en contra de lo que confesamos públicamente- de que no es posible la acción de Dios aquí y ahora, en medio nuestro, declarar de manera tácita que no hay nada más incómodo que la presencia actual de Dios, que esta nos descoloca y desajusta nuestras rutinas, porque estamos demasiado acostumbrados a relacionarnos con Él mediante las mediatas y estructuradas distancias de los ritos, que nos acercan a Él, pero no hasta el punto de urgirnos a tomar decididamente partido por su seguimiento; porque la conversión de los que han hecho de verdad la experiencia del encuentro con el Dios verdadero, nos evidencia la tibieza de nuestros empeños, el corto alcance de nuestra siempre proclamada aspiración de ver y conocer al Señor.

La ceguera de los padres, que se manifiesta en su reticencia a ir más allá, a buscar una luz para acoger y entender el proceso que está experimentando la vida de su hijo, reticencia que no es otra cosa, sino el espejo del temor paralizante, que despierta en ellos el llegar a atreverse a pensar y a decir algo que a los poderosos les parezca mal, temeroso asentimiento ante la voz de los que detentan el poder y el saber, que se ha engendrado tras una vida de sometimiento; temor que, no obstante, debería disiparse con la evidencia de la luz que ahora viene sobre ellos a través de lo que le ha sucedido a su hijo, y que, sin embargo, ellos continúan alimentando en su callar y tratar de salir de escena lo antes posible.

Por último, la ceguera de los fariseos, que es por cierto, la única condenada directamente por Jesús, que ante esa ceguera, nos recuerda que a partir de su presencia y su acción como Luz, se manifiesta el juicio sobre quienes por costumbre o por comodidad: porque es más fácil relacionarse con un Dios claramente definido, puesto a buen resguardo de las sorpresas con las que Él mismo quiere salirnos al paso; un Dios adorado y custodiado, pero al mismo tiempo, encerrado, oculto por quienes deberían tener el rostro iluminado por su luz y ser los comunicadores de esa luz; o bien, porque es más fácil relacionarse con un Dios que creemos domesticado, que con uno que nos cuestiona, que nos saca a descampado, que quiere ponernos en el camino; o bien, por interés, porque mientras seamos los guardianes del Dios que ofrecemos a la gente, entonces podemos también pretender hacernos los dueños de sus conciencias.

Esa obstinada ceguera, que se escapa a toda costa de la luz, para no ver bajo su claridad incontenible su mezquina desnudez; que desconoce la Verdad, aunque esté brillando incandescente y espléndida delante de sus propios ojos; porque la Verdad, que por cierto nos libera, no es tema para los cobardes, no es tema para los que hacen del temor, de la candidez, o de la ignorancia de los otros, su propio negocio.

Esa obstinada ceguera, que rechaza toda forma de lucidez: que le parece subversivo el abrir los ojos y atreverse a tratar cara a cara con Dios, para encontrarse con su misericordia, con su amor que re-crea, que incluye, que perdona, que invita a manos llenas.

Esa obstinada y contumaz ceguera, es la que finalmente es condenada por el Señor; la de los que, sin ver, sin querer rendirse a la evidencia, ponen su propia ceguera como modelo y velo sobre los ojos –velo que también funciona como mordaza para sus dichos, y firme atadura para las manos activas- de quienes tendrían ellos que iluminar y así enseñan que debe hacerse.

Esa ceguera culpable, es la que se desenmascara sin remedio, cuando el esplendor de Cristo avanza incontenible abriendo de par en par los ojos de los sencillos.

Raúl Moris G. Pbro.




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