04-07-2021
Jesús se dirigió a su pueblo seguido por sus discípulos. Cuando llegó el Sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿no es acaso éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” y Jesús era para ellos motivo de escándalo. Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a algunos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe. (Mc 6, 1-6a)
Para tener en cuenta
Jesús vivió y enseñó en el seno de una sociedad cerrada; lo que entendemos por este nombre es ese tipo de sociedad característica de la época preindustrial (que por tanto se mantuvo hasta las postrimerías del s XIX), en donde la estructura del tejido social era rígida y vertical, estaba claramente estratificada en clases, funciones, oficios, y la movilidad social era prácticamente nula; en otras palabras, aquel, que en una sociedad cerrada nacía hijo de obreros o de artesanos no podía aspirar a otra cosa sino a ser él también obrero o artesano, a lo que más podía aspirar era a mantener la continuidad con aquello, que su padre había sido.
Agreguemos que la cultura de Jesús es una en la que el honor, entendido como la respetabilidad social, es un bien escaso y celosamente guardado; a cada estrato le corresponde una determinada porción de esa honra, heredada de padres a hijos, o duramente conquistada por el propio sujeto, pero que fácilmente puede ser perdida. Pretender o siquiera aspirar al honor que le corresponde a otra clase o a otro oficio distinto y superior que el propio, es motivo de escándalo y por tanto duramente castigado con la pérdida de la escasa porción de honor que le podía corresponder al rango o al estrato social en el que había nacido; en una cultura del honor, propia de una sociedad cerrada, no hay peor delito que ese, que todavía hoy nosotros conocemos y solemos sancionar negativamente con el nombre de “arribismo”.
Éstas son las razones que aparecen detrás de las preguntas que la multitud murmura en el momento en que escuchan hablar a Jesús en la sinagoga de su pueblo, comentando su fama: en una sociedad cerrada a un carpintero no le correspondía enseñar; por cierto no le estaba vedado hablar en la sinagoga, como tampoco a ningún hombre adulto que fuera capaz de leer y comprender la Torah, el texto de la Ley; sin embargo de ahí a ponerse a enseñar como un Maestro hay un abismo social, que no se salta así sin más.
Para ser Rabbí, Maestro, uno tenía que haber sido aceptado como discípulo por otro maestro acreditado (lo que suponía de entrada el freno social de la salvaguarda del escaso y esquivo honor: los maestros no acogían a cualquiera entre el número de sus discípulos), y luego pasar por el filtro de largos y muchas veces humillantes años de duro aprendizaje, para después poder aspirar a ser reconocido en el rango de los maestros y aceptado por su grupo de pares, señalando siempre, a modo de Curriculum Vitae el nombre del maestro, a cuyos pies había aprendido la doctrina que ahora se atrevía a enseñar.
Jesús no poseía esas notas de acreditación, no nombra en ningún momento al maestro autorizado desde donde pudo haber ganado la autoridad de enseñar (y sin embargo su autoridad, su propia y particular Exusía, es un rasgo fundamental en el que los Evangelios Sinópticos insisten). A Jesús el Evangelio lo llama “tektōn”, carpintero de oficio, (el mismo oficio que el Evangelista Mateo, en un pasaje paralelo, señala como propio de su padre José), y que equivale a lo que nosotros llamaríamos ahora un maestro de la construcción o un albañil, es decir, un trabajador no necesariamente calificado, cuya experticia en el oficio se lo otorga el aprendizaje por imitación. Por su oficio, Jesús pertenecía a los pobres de su pueblo, esos pobres que no podrían siquiera soñar el empinarse ni ellos ni sus hijos hasta ocupar la káthedra, el sitial del Maestro.
Por eso ocurre que, si bien sus vecinos reconocen la presencia de una sabiduría singular en las palabras de Jesús, una autoridad y un poder igualmente peculiares en lo que lo han visto hacer, se trata de una sabiduría, una autoridad y un poder que no parece corresponderle, que no se le puede permitir ostentar, una sabiduría que extraña a los que lo han visto crecer con ellos, que a los que conocen a los miembros de su familia -miembros “normales” y “ubicados” de esa comunidad: una madre, (de quien tendría que estar haciéndose cargo en vez de andar predicando por las sinagogas, seguramente murmuraban sus vecinos), hermanos que eran sencillos obreros o artesanos, hermanas casaderas, que podrían quizá haber visto frustrado el lugar y el papel que su entorno les ofrecía, con la exhibición de la disruptiva notoriedad de su hermano- una manera de hablar de cosas, y ejecutar acciones, que socialmente excedían su competencia, que a sus vecinos les parece impropia, ajena, y por tanto terminan desoyéndola, abrumados los oídos por la gritadera que se ha alzado desde sus propias y estrechas consideraciones de lo que es conveniente y justo; se trata de un poder asombroso, que al verlo brotar de sus manos de carpintero, se erige como inquietante ocasión de tropiezo, de desconcierto, para quienes gustan de que las cosas estén ordenadas como deben estar, como siempre ha sido.
Sin embargo, por su parte, Jesús se asombra, de dónde ese asombro, cabría preguntarse, ya que él también es miembro de su cultura, también ha de haber aprendido cómo son las cosas, cuáles eran los límites de lo permitido en la aldea en donde se crió. El asombro de Jesús, no obstante, apunta en otra dirección: se produce en relación a la falta de fe de sus vecinos.
Y de qué habla esta historia, habla precisamente de cómo el Dios de la salvación, el Dios del Pueblo de Israel no ha actuado nunca -ni lo hará- constreñido en los mezquinos márgenes de la cultura: su Palabra pronunciada en palabras humanas siempre ha reventado los moldes de esas palabras que ha escogido para revelarse; su Palabra ha urgido a los hombres que las han proferido, que las han escuchado, que las han trasmitido, a descubrir en esas mismas palabras cotidianas, desgastadas muchas de ellas por el uso a lo largo de los siglos, significados nuevos, provocadores, desafiantes.
¿Cómo no haber aprendido entonces que este mismo Dios, el que quiso liberar a los esclavos en Egipto, y peregrinar con ellos en el ancho desierto del éxodo, que quiere ser reconocido en el título del Emmanú Él, el Dios que camina con nosotros, es el que ahora se ha hecho radicalmente uno de los pobres y que desde la opaca pequeñez de las manos del carpintero está desafiándonos a reconocer el inconmensurable esplendor de su Gloria?
Este pueblo tendría que haber aprendido que Dios nos hace crecer con la maravilla y la sorpresa, el nuevo pueblo que se está configurando en el andar del Evangelio de Marcos, será éste, la Iglesia, que no se avergüenza sino se llena de gozo –con el gozo franco e incontenible de los pobres- cuando declara como su Dios y Señor al Carpintero de Nazaret.
Raúl Moris G. Pbro.
http://www.diarioelheraldo.cl/noticia/el-carpintero-de-nazaret | 13-07-2025 11:07:54