15-05-2025
(Héctor Hernández, abogado)
Mercado o Estado, esa es la cuestión que a los teóricos de las ciencias sociales y económicas desvela, cada vez que se debe buscar o alcanzar una solución a un problema o desafío de desarrollo pendiente. En el centro de esta discusión está la eterna disquisición acerca de quién será el mejor asignador de los recursos, o, en otras palabras, a quién le corresponde resolver los problemas que a las personas les surgen en su diario vivir, dando respuesta así, al llamado problema económico, “necesidades múltiples, ante recursos o bienes escasos que deben ser usado en forma eficiente”.
En esa confrontación se ha terciado la sociedad moderna, y particularmente Chile, que desde fines de los años ochenta, y fundamentalmente desde que el país se abrió al mundo, celebró múltiples tratados y acuerdos internacionales, promoviendo la inversión extranjera e incentivando la actividad empresarial fundamentalmente privada, decantándose por una de las alternativas de desarrollo económico referidas.
El despegue económico del país importó en un primer momento reconocer que el medio físico donde se desarrollaba (entiéndase como medio ambiente) debía de tener algún tipo de protección. Y si bien en un principio esta fue algo más laxa, y débil, existió e importó, tal como ya se venía discutiendo en el mundo desde los años sesenta, sopesar el crecimiento y desarrollo económico, que afectando un lugar i/o espacio físico determinado, no debía ni podía destruirlo o alterarlo.
Posteriormente, esta preocupación derivó en el modelo de desarrollo económico conocido como de “desarrollo sustentable o sostenible”, que, en Chile, no sin falencias, se ha ido consolidando.
En palabras sencillas, la cuestión medioambiental se posicionó dentro de la agenda de las preocupaciones de la sociedad, y ésta exigió su regulación y cuidado, y si bien, la preocupación medioambiental encuentra antecedentes en Chile desde antes, es la constitución de 1980 el parteaguas moderno en esta materia.
Efectivamente, es la Constitución Política de la República del año 1980 la que en su artículo 19 número 8 introduce un concepto novedoso al ordenamiento jurídico nacional, dándole rango constitucional a la protección del medio ambiente, e incluso, resguardándola jurisdiccionalmente al darle cobertura y garantía mediante el Recurso de Protección.
Así las cosas, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, supuso imponer al Estado el deber de velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza, y aún más, supuso establecer restricciones específicas al ejercicio de determinados derechos o libertades con tal de proteger el medio ambiente. Al respecto, se ha llegado a decir, que, desde esta consagración, con estas obligaciones para el estado, este derecho pasó a ser integrado dentro de los así llamados derechos sociales. Algunos como Jorge Bermúdez incluso sostienen que “la CPR no es neutra en materia ambiental y sitúa a la protección del medio ambiente en un lugar de preeminencia frente a otros derechos y bienes jurídicos” y si bien esto no es novedoso, ya que se ha planteado por algunos, es decir, que este derecho tiene no sólo un origen constitucional, sino que se afinca en la moderna teoría de los derechos humanos, que son de aceptación universal, (se señala que en realidad son verdaderas normas de jus cogens, que se superponen a la normativa interna o nacional, al tratarse de valores universalmente aceptados, y de aplicación coercitiva) su reconocimiento constitucional, y su posterior aplicación práctica, lo han transformado en uno de los pilares fundamentales de la así llamada “teoría moderna de los derechos fundamentales”, que ha ido moldeando nuestra realidad social y económica.
Por ende, este parteaguas inicial, consagrado en la Constitución implicó con el transcurrir del tiempo, un novedoso desarrollo doctrinario al respecto que - y de ahí su relevancia - estuvo acompañada por una cada vez más holística protección jurisdiccional, instancia en la que el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación comenzó a conformar sus contornos, ampliándolos, e incluso expandiéndolos a aspectos que en un principio ni siquiera estuvieron considerados dentro de su formulación, como por ejemplo el resguardo de la salud y el patrimonio, y que ha importado, no sin polémica de por medio, una nueva forma de interpretar esta garantía constitucional. Así, por ejemplo, el profesor Luis Cordero destacaba que entre los años 2010 a 2012, la Corte Suprema había “adoptado varias decisiones sorprendentes por la innovación que han implicado en materia ambiental”. Por cierto, esto ha ocurrido acorde con la conformación de un régimen institucional de carácter ambiental renovado y pertinente, no solo porque desde la dictación de la ley 19.300 (Ley sobre Bases Generales del Medio ambiente), se ha dado concreción legal a la premisa constitucional de protección al medio ambiente, sino porque actualmente nos hemos dotado de una institucionalidad ambiental que abarca desde la determinación del encargado de elaborar las políticas públicas de protección y promoción del medio ambiente (Ministerio de Medio Ambiente), sino también de los entes fiscalizadores (Superintendencia del medio ambiente y Servicio de Evaluación Ambiental), de carácter jurisdiccional (Tribunales Ambientales), y de conservación del medio ambiente (Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas).
Volviendo entonces a la premisa inicialmente planteada acerca del desarrollo económico, en base a la premisa constitucional ya latamente referida, y a la institucionalidad ambiental surgida a su alero, esa determinación del impacto que las actividades productivas o económicas pudiesen tener en el medio ambiente, serán evaluadas (controladas) por el Servicio de Evaluación Ambiental, entidad que administrando los instrumentos ambientales establecidos en la ley 19.300, determinará si el impacto ambiental de una actividad o proyecto (los que con el tiempo se han ido ampliado) se ajustan a las normas vigentes o no, aprobando o rechazando las iniciativas que se les presenten.
Este es el contexto en que las instituciones, tanto administrativas como jurisdiccionales aplican la ley ambiental que - las que sin conformar un conjunto codificado de normas formalmente hablando - en los hechos da la impresión conforman un sistema armónico y sistemático de normas, que aplicadas in situ, se resuelven (vía interpretación) en armonía las unas con las otras, dada la existencia de valores, principios y reglas comunes.
Solo para reforzar esta afirmación, la existencia de principios regentes, tales como; el “principio de prevención o preventivo”, “el que contamina paga”, la “gradualidad”, la “responsabilidad” y la “participación”, que irradian no solo la aplicación del derecho en el ámbito administrativo, sino que, y quizás más relevante, el accionar de los tribunales cuando resuelven cuestiones medioambientales, ha ocurrido aplicando el principio interpretativo de carácter medioambiental, “in duvio pro natura” tal como ocurre en materia laboral y penal, con los principios “in duvio pro operario”, e “in duvio pro reo”.
Clarificado entonces el alcance interpretativo que ha tenido el artículo 19 número 8 en todo el ordenamiento jurídico, nos surge la legítima interrogante acerca de cuanto ha permeado aquel principio en las facultades de carácter reglamentario de que gozan las autoridades administrativas, (Servicio de Evaluación Ambiental, los OAECAs en general) y en especial las de la Superintendencia de Medio Ambiente en la dictación de normas de carácter ambiental, y en la tramitación misma de las autorizaciones establecidas en nuestra legislación, ámbitos de competencia en el que existen dudas acerca de si están amparadas por la prerrogativa reglamentaria del Presidente de la Republica o no.
Albergados entonces en esta citada superioridad constitucional y escudándose en la discrecionalidad administrativa de que gozan, podríamos estar frente a un escenario en el que se transgreden o exceden las respectivas facultades normativas e interpretativas, con las consecuencias jurídicas, económicas y prácticas que aquello tendría.
Por ello, más que insistir en cuestionar la interpretación que las autoridades administrativas y jurisdiccionales, en general, le dan a la normativa ambiental (ya clarificamos que se está bajo el imperio del principio “in duvio pro natura”) , debemos celebrar que iniciativas como aquellas que crean un sistema inteligentes de permisos, y otras, pretendan enfrentar las falencias ya esbozadas, y que han dejado espacios de opacidad para permitir la discrecionalidad, y con ello la creatividad normativa, que han terminado ralentizando la actividad económica año a año. Sin embargo, a mi juicio, más que restringir exigencias reglamentarias y legales, cualquiera sea la reforma que se dicte, debería en realidad tender a dar certezas jurídicas sociales y económicas, vía fijación de plazos precisos y estrictos, instancias recursivas claras conjuntamente con el reconocimiento de instituciones administrativas, tales como, caducidades, decaimientos, y silencios administrativos, además de limitar las espacios de opacidades legales, como por ejemplo, la inexistencia de obligatoriedad para formular observaciones más que en una sola oportunidad, que finalmente son las rendijas por donde, vía facultades reglamentarias se cometen las arbitrariedades que se alegan como causantes de la llamada permisología.
http://www.diarioelheraldo.cl/noticia/permisologia | 15-05-2025 02:05:46