15-07-2025
DE ZANAHORIAS Y CONEJOS.
Antonia Verónica de María
La idea de tener un campo, una pequeña parcelita que me generara lo suficiente para sobrevivir, sobre todo en tiempos de crisis, me pareció una muy buena solución a esos miedos apocalípticos que me infundió el abuelo, un sobreviviente de una guerra que lo mutiló emocionalmente en la niñez y que lo volvió longevo y sabio. Por eso cuando me despidieron de la empresa por reestructuración, no busqué trabajo como ingeniero; después de todo yo ya había pasado hace rato la barrera de los cuarenta. Así es que con la indemnización por años de servicio y otros conceptos en la mano, busqué un terrenito cerca de Yerbas Buenas y lo compré.
Debo reconocer que mis habilidades como parcelero no eran muchas, pero me instruí. Arreglé unas conexiones para un empalme eléctrico de un vecino que me vio haciendo lo mismo en mi terreno y como no le cobré, me regaló una chanchita nueva de esas con piel con lunares que llamó mi atención. Ese fue el inicio. Después vinieron las aves, los árboles frutales y el huerto, el bendito huerto. La tierra se abría ante un arado de mano o una pala con tanta voluptuosidad que agradecía, generosa, devolviendo el ciento por uno. No puse fertilizantes ni químicos ni nada que no fuera el mismo guano de las aves y residuos vegetales, lo que transformó mis productos en especies valiosas. De allí al almacén de barrio rural fue solo dar un paso.
Después un comité de allegados, conformado por a lo menos veinte familias, compró un terreno cercano y les construyeron sus casas y un parque con juegos y empalmes y agua y urbanización. Y surgieron las familias y los niños.
Allí lo conocí, un hombre joven con su mujer y una niñita.
Había en él un cierto aire de rabia, de enojo, hasta de soberbia diría yo. Iba a comprar a mi almacén casi siempre llevando a la niña de la mano, a veces saltando pozas, a veces pisando solo las piedras. Juntos elegían y compraban sus verduras que él ponía cuidadosamente en su mochila “para tener las manos libres” decía. Me gustaban sus juegos, me alegraba verlos.
Cuando iba solo, conversábamos largo rato de todo, desde el fútbol hasta de la muerte, intercambiábamos historias, arreglábamos el mundo y una que otra falla mecánica o técnica de alguna herramienta. Hablaba de su abuelo, que había sido boxeador y futbolista, de un padre ausente y de una madre neurótica empecinada en sobrevivir; me contaba también de una abuela con la que, en su niñez comían furtivamente, castañas asadas, como si fuera pecado y como, con el tiempo, entendió que era porque no alcanzaba para todos, lo que de algún modo lo hacía sentirse privilegiado.
A veces era fanfarrón, hablaba de su último trabajo, de cómo había organizado el lugar con cámaras de vigilancia y todo, de cómo se llevaba bien con todo el personal; hablaba de las grandezas de su familia, pero yo nunca vi que lo visitaran; de genialidades universitarias inverosímiles que yo creía más por amistad o por fe que por otra cosa. Muy esporádicamente lo veía, afeitado y vestido de traje, salir por la mañana para volver con un rostro esperanzado que se iba diluyendo con el transcurso de los días. Yo entendía, sin que me lo dijera, que estaba buscando trabajo.
Después supe que estaba vendiendo un colchón nuevo que había comprado hacía ya tiempo para cuando la niña fuera más grande y después un televisor de plasma diciendo que para qué iba a tener dos televisores si con el de la pieza de la niña era suficiente. Debe haber sido en esos días que se le terminó el seguro de cesantía.
Yo pensé que habían llegado al barrio porque habían comprado allí un lote. Él nunca me dijo nada, lo supe por otra vecina, era una casa que le prestó un amigo de la mamá para que la cuidara y lo hacía con esmero.
Al principio, yo tenía la sensación de que le habían dado un golpe tan fuerte que se veía obligado, compelido a hablar y a hablar de lo que fuera, de lo que fue, de lo que tuvo, de recalcar que había obtenido su título profesional con distinción máxima, del departamento en Concepción que, en vez de calefont, tenía una especie de termo gigante, que cabía en una sola habitación de tres metros cuadrados. Le gustaba conducir y había tenido un auto del año con el que conducía eternas distancias y que le habían ofrecido un buen precio por él.
Tenía la sensación de que podía ser cierto todo lo que me decía, pero ahora parecía que lo abrigaba una falta de identidad, un aire de injusticia o de fracaso como de ondas expansivas y mortuorias. Después, con una especie de optimismo sobreviviente, me contó que había actualizado su currículo, que se había inscrito en todos los portales de trabajo de la web, que había llamado a sus profesores, a los amigos, que por eso no creía en la amistad, que las mujeres tampoco entienden; que las puertas se cierran, que no respondían a los correos o cuando lo hacían, respondían con evasivas; que no encajaba en el perfil, que estaba sobre calificado, que cualquier cosa.
Vi como se le fue erosionando la autoestima, como le fue acosando, intimidante, la sombra de la vergüenza. “La casa en este lugar fue salvadora, maestro” reconocía porque ya no soportaba la molesta e invasiva pregunta “¿Y en que estás ahora?” Estar allí lo hacía sentir como protegido, como refugiado.
Hasta que empezó a sentirse como una carga, como un parásito, a no sentir el transcurso de los días, a dejar de emocionarse, a dejar de importarle todo.
Los vecinos empezaron a comentar que se escuchaban los insultos de la mujer hacia él, hacia la niña. Me preocupé, sobre todo, cuando comenzó a espaciar los rituales de compra. Me gustaba conversar con él. Hablábamos de todo. Soñábamos en grande, arreglábamos el mundo. Lo extrañaba.
La última vez que lo vi, estaba tímido, descuidado, había perdido su lugar en el mundo, en su casa, en su ser. Yo lo respetaba, aun lo respeto. No me dijo a qué venía, se dio un par de vueltas, no levantaba la vista, pero vio unas zanahorias y unas acelgas añejadas que había apartado para las aves y los chanchos y me preguntó que iba a hacer con ellas, me encogí de hombres “¿Me las da, maestro, para la coneja?” “llévelas no más” le dije y junté en una bolsa unas frutas, manzanas y peras y en otra, un poco más de verduras “llévele este regalo a la niña, amigo mío” y un brillo tenue apareció en sus ojos.
No lo he visto más, a veces se ve a la mujer caminando temprano, con frío, con la niña de la mano. Pero no vienen al almacén. Yo lo extraño.
Nunca supe su nombre. El me llamaba “maestro”. Yo lo llamaba “amigo”.
http://www.diarioelheraldo.cl/noticia/un-encuentro-en-la-palabra-taller-literario-de-la-agrupacin-cultural-germn-mourgues-bernard-54 | 15-07-2025 04:07:00