martes 11 de noviembre del 2025
El Diario del Maule Sur
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Hoy
Opinión 04-11-2025
Cementerio Parroquial San José de Linares -En memoria de los olvidados en el silencio de sus tumbas-
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(Manuel Quevedo Méndez)

Por el antiguo camino de Panimávida, al lado del fundo “Bellavista” de Pablo Laborié, se encuentra el cementerio; para llegar a él es preciso seguir por Nacimiento (hoy, Avenida Brasil) hasta Arturo Prat, media cuadra al norte, una al oriente, otra al norte; y hacia el oriente, cementerio parroquial, San José de Linares. Desde la entrada, una avenida que va hacia el norte, ofrece por el poniente varios mausoleos; se inician con el de José M. Urrutia Carvajal; y por el oriente el de Juan Cruz Benítez. Destacan los de Urrutia, Del Campo y Benítez. En torno al Calvario, los de las familias Palacios, Encina Villalobos y otros.
Hay tres cuerpos de nichos antiguos: uno al término de la avenida central, después del Calvario. El segundo, del ángulo suroeste, sigue al poniente; el tercero, al suroriente del primer cuerpo, vecino a la tumba una copia de la escultura de Blanca Merino que está en su mausoleo del Cementerio General de Santiago y La Serena. Próximo a la puerta principal, al poniente, se levantó después de 1915 otro, con frente al sur y al norte; vecino a éste, el mausoleo de la Sociedad de La Unión, y al frente el de la Sociedad de San José, y después el del Cuerpo de Bomberos, iniciado en julio de 1935. Los que siguen al oriente de la entrada, y los de la parte noroeste, forman una escuadra con la muralla que dividía el sector conocido con el nombre de cementerio de los pobres; que se distinguía de los ricos. La muralla fue sustituida por una hilera de plátanos orientales.
Los restos del respetado profesor del Liceo, antorcha de sus alumnos y adorno de la sociedad, Francisco J. Toro, ocupa el nicho 209 de la “Sociedad de San José” y en sus inmediaciones, su colega Carlos Pincheira y Toro que, como él, tuvo la suerte de acumular una cuantiosa fortuna. Otro tanto ocurre con los venerados despojos de centenares de personas que tuvieron situación expectable, como Juan E. Cuéllar, Francisco S. Montesinos, Lázaro Villa, Francisco Ibáñez, Juan del Campo, Casanueva, Rogelio Cuéllar, Delfín del Valle.
La creación de este recinto de paz y de silencio, se remonta al tiempo cuando el viejo Panteón de la calle Yungay se hizo estrecho y surgió la idea de trasladarlo a los terrenos que el Municipio poseía en las afueras de la ciudad y así fue como se ubicó en el sitio actual que se encontraba totalmente aislado del pueblo. La unión entre el municipio y la curia determinó su entrega a la vigilancia y administración de la parroquia, puesto que ésta desde antes de 1885 tenía a su cargo los certificados de defunciones. Por tal razón, desde sus inicios el Cementerio tuvo carácter eclesiástico. Los fondos de edificación y terrenos eran municipales.
La casa de amplio corredor que da al camino de Panimávida y las murallas divisorias fueron construidas bajo la vigilancia de Juan A. Alvarado, uno de los primeros maestros en su ramo que tuvo Linares. En su ancianidad recordaba que semanalmente recibía del municipio los dineros para el pago de los salarios de sus obreros. Entregado a la administración de la curia, no se creó ítem en el presupuesto anual para su conservación y mantenimiento. Desde su creación estuvo en desamparo, debido a las escasas entradas por sepultación.
El Intendente David Hermosilla y el alcalde Juan P. Rojas habían acordado exigirle al obispo León Prado que entregara el Cementerio a la Junta de Beneficencia, de acuerdo al decreto ley de años anteriores. Todo listo para ejecutar esta aspiración, pero quiso la mala suerte de los habitantes que el señor Hermosilla fuese trasladado en abril a la Intendencia de Valparaíso, y dos meses después dejaba la Alcaldía el señor Rojas. Las gestiones realizadas no se concretan por haber llegado autoridades que no deseaban tratar el asunto y tampoco se obtiene una solución satisfactoria en 1935, no obstante que el 2 de junio, la Municipalidad acordó pedirle al Gobierno -de una vez por todas- que pasara el establecimiento a la Dirección de Sanidad.
Después que en 1892 exigía Luis T. Fiegehen -con la autoridad de su palabra-, lo único que consiguió fue la plantación de eucaliptos en el espacio sin tumbas de albañilería; estos árboles durante su desarrollo fueron adorno y medio de purificación ambiental, pasado el tiempo, perdieron su belleza y se arrancaron en 1930. La entrada tiene aspecto ojival que contrasta con el estilo del edificio. La avenida central fue embaldosada hasta el Calvario; dándole el nombre de León Prado, cuyos restos reposan en la capilla del recuerdo en la iglesia catedral. La avenida contigua, sector poniente, se designó como Delfín del Valle, en su reconocimiento.
La abundancia de pasto era tal por los años 1902-1903, que un español, solía entrar de noche con permiso del “panteonero”, a quien le explicaba la manda de ir -un día a la semana- a rezarle a un deudo al pie de la tumba.
La verdad era que Mañito, mascullando frases latinas, traspasaba los umbrales de la puerta y, buscando el pasto, llenaba dos o tres sacos para su bestia, que lo aguardaba al otro lado de la muralla. Comprobado en sepulturas temporales, con despojos llevados a la fosa común, sin posibilidad de precisar el lugar exacto en que se encuentran los restos de alguna persona fallecida en 1855 ó en 1915.
Son infinitos antiguos vecinos de las márgenes del Loncomilla o del Achibueno que, en un día 1 de noviembre, se arrodillaron ante una tumba extraña, porque su recuerdo les decía que allí había sido enterrado su padre, abuelo o hermano. Sin embargo, de ellos no hallaron ni la más leve huella.
En medio de tanto abandono y frente a las ruinas de antiquísimas sepulturas, ha habido grandes masas de gente para despedir a quienes se han adelantado en el largo camino del más allá. (Bibliografía: Las calles de Linares. Julio Chacón del Campo. 1950)
Freddy Mora | Imprimir | 202