sábado 14 de junio del 2025
El Diario del Maule Sur
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Opinión 13-06-2025
Cuando un amigo se va
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María de la Luz Reyes Parada
Escritora y Bibliotecaria

Hace cien mil años, el hombre de Neanderthal alcanzaba el punto más alto de su desarrollo. No sabemos cómo hablaba, cómo era el timbre de su voz ni cuáles eran sus palabras, pero sí sabemos que tenía ritos. Sabemos que muchos grupos humanos se reunían para participar en ellos. Los rituales son prácticas simbólicas profundamente sociales, cuyo propósito es reunir a una comunidad en torno a una festividad o al recuerdo de algo esencial. El rito reaviva la cohesión del grupo; esa es su raíz, y por tanto también es un pilar en la construcción de su identidad.
Así nacieron los bautizos, las mingas, la Noche de San Juan, los matrimonios... y los funerales. Quiero detenerme en estos últimos. El rito de la muerte es una de las prácticas más antiguas, universales y conmovedoras de todas las culturas. Nos sirve para despedir al que parte, para canalizar emociones y dar sentido a la pérdida. Estos rituales, aunque diversos según el lugar y el tiempo, están siempre cargados de símbolos: entierros, cremaciones, rezos, ofrendas... Todos tienen como fin honrar al fallecido y, muchas veces, facilitarle el paso a otro estado o a otra vida.
En nuestra cultura, dar el pésame era también un acto ritual. Uno acudía con ropa sobria, sin colores llamativos, y llevaba una corona de caridad o un ramo de flores. Inolvidables eran aquellos canastillos de mimbre con asas curvas, tejidos a mano, con flores sencillas del campo: margaritas, espuelas de galán, claveles rebeldes... y en medio, una gran flor de cardo o un rosetón de madera pintado de morado. Todo ello como un modo silencioso y hondo de decir: “Estoy contigo en el dolor”.
El velorio también tenía su liturgia. En lo humano, alguien se encargaba del café, del pan, de ofrecer algo de comer. En el campo, según los medios, se faenaban gallinas, pavos o incluso una vaquilla. No faltaban el asado, el pan amasado, y el “Gloriado”, esa bebida cálida y fuerte, hecha de vino blanco o aguardiente, azúcar, canela y clavo de olor, que evocaba la gloria eterna deseada para el alma del difunto. En lo espiritual, los rezadores —hombres y mujeres sabios en su fe— entonaban plegarias rodeados de velas encendidas, como si con sus voces tejieran un puente entre la tierra y el cielo. Todos, sin excepción, vestían con recogimiento. Era el lenguaje silencioso con que reconocíamos lo inevitable: la muerte.
Hoy, ese respeto se expresa de otras formas. Ya no hay tanto llanto contenido, ni largos silencios entre murmullos. Predomina una consigna distinta: “No importa cómo, lo importante es estar”. Y aunque la intención sigue siendo genuina y valiosa, los gestos se han flexibilizado. El vestuario, que antes hablaba de recogimiento, hoy muchas veces no se distingue del de cualquier día: shorts, poleras, jeans, zapatillas, minifaldas. Morirse se ha vuelto, en ciertos casos, una especie de celebración. Una fiesta para la que no estábamos preparados. Y que, fuegos artificiales incluidos, a veces parece una provocación frente a las viejas normas.
Pero como todo cambia, el rito de la muerte también ha cambiado, en forma y en fondo. Nuestros restos pueden ahora nutrir un árbol, abonar un jardín o descansar en una urna tradicional. Basta mirar alrededor para darnos cuenta de cuánto hemos transformado y normalizado gestos que antes ni imaginábamos.
Y sin embargo, algo persiste. Algo callado, antiguo, que nos recuerda que cuando un amigo se va, no solo se va él. Algo en nosotros también parte. El rito es ese hilo invisible que nos ata a lo que fuimos y a quienes fuimos con otros. Y quizás, en medio de tanto cambio, seguir honrando esa despedida con dignidad y ternura sea el acto más humano que nos quede.

Freddy Mora | Imprimir | 105