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martes 02 de septiembre del 2025
Opinión 02-09-2025
Educar no es un negocio, es un compromiso de país

Juan Pablo Catalán, académico Facultad de Educación y Ciencias Sociales UNAB
En Chile, hay quienes aún creen que una deuda puede pesar más que un cuaderno abierto, o que la dignidad de un estudiante puede quedar suspendida por un pagaré impago. Y aunque parezca una exageración, esa ha sido la realidad de miles de familias durante años: niños, niñas y jóvenes excluidos —de forma sutil o directa— de su educación por la incapacidad económica de sus padres para cumplir con el copago exigido por colegios con financiamiento compartido.
Pero esta semana, una resolución vino a sacudir ese paisaje de injusticia normalizada. El dictamen N.º 75 de la Superintendencia de Educación, firmado por la superintendenta (s) Marggie Muñoz, prohíbe a los establecimientos subvencionados con copago imponer sanciones disciplinarias o negar la matrícula a estudiantes por deudas de sus apoderados. Y con ello, se ha encendido una luz —tímida pero firme— sobre una pregunta urgente: ¿en qué momento dejamos que la educación pública se financiara con los bolsillos vacíos de las familias?
Este dictamen, que ha provocado inquietud en sostenedores de más de 700 colegios que operan bajo esta modalidad, es más que un acto administrativo. Es un gesto político, ético y profundamente educativo. Porque nos recuerda algo que parecemos haber olvidado: el derecho a aprender no se condiciona, no se negocia, no se castiga.
Chile ha construido un modelo híbrido de educación, en el que se cruzan fondos públicos con aportes privados, y en el que el acceso a mejores materiales, infraestructura o talleres depende —a menudo— del bolsillo del apoderado. Esta lógica, lejos de garantizar calidad, ha profundizado las desigualdades. En muchos colegios subvencionados con copago, los profesores siguen comprando sus propios materiales, las salas albergan a 40 o 45 estudiantes, y los laboratorios o talleres técnicos simplemente no existen. ¿Dónde va ese copago? ¿En qué se invierte realmente?
La OCDE, en sus informes sobre equidad y calidad en la educación, ha sido clara: los sistemas que garantizan mayor justicia educativa son aquellos donde la educación pública es gratuita, financiada plenamente por el Estado y con altos estándares de calidad (OCDE, 2023). En esos países, los colegios privados representan una mínima parte del sistema —menos del 10 %— y no condicionan el corazón del proyecto educativo nacional.
Entonces, ¿por qué en Chile seguimos tolerando que los sostenedores operen con lógicas de mercado en un servicio esencial? ¿Cuántas veces más vamos a castigar la pobreza como si fuera una falta moral? ¿Cuándo entenderemos que la educación no es una mercancía que se cobra, sino una promesa que se cumple?
No se trata de romantizar la gratuidad ni de desestimar el aporte que muchas comunidades escolares han hecho para sostener sus proyectos. Pero es tiempo de sincerar el modelo. No podemos seguir disfrazando de libertad de elección lo que, en realidad, es una profunda precarización de derechos.
La educación pública debe ser de calidad. Con escuelas dignas, con recursos, con docentes reconocidos y apoyados. No basta con que sea gratuita si no es buena. Y no puede ser buena si su financiamiento depende de los aportes voluntarios o desesperados de familias que hacen rifas, completan bingos o se endeudan para asegurar una silla en una sala de clases.
Este dictamen debe marcar un antes y un después. No podemos retroceder. Porque el silencio de un niño que no vuelve al aula por una deuda no debe ser el eco de un sistema que prefiere castigar que garantizar.
Llegó el momento de preguntarnos con valentía: ¿queremos una educación que reproduzca las brechas o una que las repare? ¿Una que seleccione o una que abrace? Porque si seguimos permitiendo que el derecho a aprender dependa del saldo bancario de una familia, entonces el futuro también será una deuda. Y no hay desarrollo posible con una infancia hipotecada.
En Chile, hay quienes aún creen que una deuda puede pesar más que un cuaderno abierto, o que la dignidad de un estudiante puede quedar suspendida por un pagaré impago. Y aunque parezca una exageración, esa ha sido la realidad de miles de familias durante años: niños, niñas y jóvenes excluidos —de forma sutil o directa— de su educación por la incapacidad económica de sus padres para cumplir con el copago exigido por colegios con financiamiento compartido.
Pero esta semana, una resolución vino a sacudir ese paisaje de injusticia normalizada. El dictamen N.º 75 de la Superintendencia de Educación, firmado por la superintendenta (s) Marggie Muñoz, prohíbe a los establecimientos subvencionados con copago imponer sanciones disciplinarias o negar la matrícula a estudiantes por deudas de sus apoderados. Y con ello, se ha encendido una luz —tímida pero firme— sobre una pregunta urgente: ¿en qué momento dejamos que la educación pública se financiara con los bolsillos vacíos de las familias?
Este dictamen, que ha provocado inquietud en sostenedores de más de 700 colegios que operan bajo esta modalidad, es más que un acto administrativo. Es un gesto político, ético y profundamente educativo. Porque nos recuerda algo que parecemos haber olvidado: el derecho a aprender no se condiciona, no se negocia, no se castiga.
Chile ha construido un modelo híbrido de educación, en el que se cruzan fondos públicos con aportes privados, y en el que el acceso a mejores materiales, infraestructura o talleres depende —a menudo— del bolsillo del apoderado. Esta lógica, lejos de garantizar calidad, ha profundizado las desigualdades. En muchos colegios subvencionados con copago, los profesores siguen comprando sus propios materiales, las salas albergan a 40 o 45 estudiantes, y los laboratorios o talleres técnicos simplemente no existen. ¿Dónde va ese copago? ¿En qué se invierte realmente?
La OCDE, en sus informes sobre equidad y calidad en la educación, ha sido clara: los sistemas que garantizan mayor justicia educativa son aquellos donde la educación pública es gratuita, financiada plenamente por el Estado y con altos estándares de calidad (OCDE, 2023). En esos países, los colegios privados representan una mínima parte del sistema —menos del 10 %— y no condicionan el corazón del proyecto educativo nacional.
Entonces, ¿por qué en Chile seguimos tolerando que los sostenedores operen con lógicas de mercado en un servicio esencial? ¿Cuántas veces más vamos a castigar la pobreza como si fuera una falta moral? ¿Cuándo entenderemos que la educación no es una mercancía que se cobra, sino una promesa que se cumple?
No se trata de romantizar la gratuidad ni de desestimar el aporte que muchas comunidades escolares han hecho para sostener sus proyectos. Pero es tiempo de sincerar el modelo. No podemos seguir disfrazando de libertad de elección lo que, en realidad, es una profunda precarización de derechos.
La educación pública debe ser de calidad. Con escuelas dignas, con recursos, con docentes reconocidos y apoyados. No basta con que sea gratuita si no es buena. Y no puede ser buena si su financiamiento depende de los aportes voluntarios o desesperados de familias que hacen rifas, completan bingos o se endeudan para asegurar una silla en una sala de clases.
Este dictamen debe marcar un antes y un después. No podemos retroceder. Porque el silencio de un niño que no vuelve al aula por una deuda no debe ser el eco de un sistema que prefiere castigar que garantizar.
Llegó el momento de preguntarnos con valentía: ¿queremos una educación que reproduzca las brechas o una que las repare? ¿Una que seleccione o una que abrace? Porque si seguimos permitiendo que el derecho a aprender dependa del saldo bancario de una familia, entonces el futuro también será una deuda. Y no hay desarrollo posible con una infancia hipotecada.
Freddy Mora | Imprimir | 103