viernes 07 de marzo del 2025
El Diario del Maule Sur
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Opinión 20-08-2024
«El amor de los caracoles»: La búsqueda inmensa de lo existencial (1)
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En la nueva obra de ficción del escritor chileno Juan Mihovilovich -y tal como viene desarrollando el autor desde la publicación de su simbólica novela «Útero»- la vida, lejos de constituir un estado que ambicionamos al respirar, corresponde a un espejo soñado, a las imágenes que contienen nuestras ilusiones más profundas.
Por Antonio Lagos

—Quienes conocen el mar somos nosotros y no nuestros hijos. Y una familia que conoce el mar a medias no lo conoce ni tampoco es una familia –dijo el padre
—Ese es el mar –apuntó papá señalándolo con un dedo.
—El agua baila –indicó nuestra hermanita.
—Este es el mar –repitió papá.
—Y está vivo –agregó mamá.
Así comienza la historia que narra esta nueva novela de Juan Mihovilovich Hernández (1051), El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024), apreciándose enseguida, desde la belleza del título que la encabeza, la belleza que irá acrecentándose en nuestro favor, con cada página que volteamos.
El mar es el inicio de todo y surge en ese primer instante o primer desvelo, como un todo. El mar que es la vida y el asombro, pero, que también es el desastre de la muerte y el dolor, dos líneas fundamentales, y quizás las únicas, las verdaderas líneas que sostienen y guían nuestra existencia, amortajada siempre por el bien y el mal, que construyen el mundo para levantarlo o derribarlo a su antojo, ante nuestra mirada perpleja, sin saber qué hacer.
De esta manera, el mundo que nos presenta Juan Mihovilovich en El amor de los caracoles, es un mundo que sobrevive alimentándose de otros mundos, quizás, paralelos, abstrayéndose de la realidad que nos aprisiona, tomando de ella, solamente lo necesario para volver a renacer cada día.
Es así, que para abrir ese mundo que nos cuenta, vuelve a la niñez, porque solo desde allí se puede hablar de verdades, enarbolar otras banderas y cantar los maravillosos secretos de habitan el sentido del comienzo, del preguntar y del saber, donde se puede esconder un bello mundo concebido en la necesaria imaginación, para después, hacerlo carne y hueso en nosotros.
Fundando cartas de navegación, que nos permitan ir en vuelo, flanqueando los despojos que han quedado en nosotros, tras una suerte de injusticia sin razón.
No es la imaginación que se regala a destajo, solo para evadir el dolor de una vida que jamás llegaremos a entender desde lo establecido por otros, como estructura insalvable, de éxito y tenencia de cosas, ya sea el mar solo como mar y la tierra solo como tierra.
En la comprensión del mundo que nos reúne en El amor de los caracoles, la vida no es lo que ambicionamos sino lo que soñamos. Estas son las imágenes que contienen nuestros sueños.
La búsqueda inmensa de lo existencial y su respuesta no está en derrumbar el cerro Los Cristales de Curepto, para ver más allá, sino en caminarlo, abriéndose paso lentamente a través de este, para descubrir lo que encierra. La montaña, como todas las cosas que soñamos, para que existan como tales, deben primero crecer en nosotros mismos.
Un mundo que pasa por el lado de los demás
Curepto, cerca del mar, el terruño de aire campesino, como Licantén, nos hace aterrizar de súbito sobre la realidad del mundo que comenzó con el mar, desde donde nos hemos encaminado sin saber, quizás, sobre el amor de los caracoles.
Un paisaje hecho corolario de la existencia provinciana, que bulle de tradiciones, de mitos, de creencias, de personajes hilados con maestría por nuestro autor: el padre alcohólico, la madre enferma, la hermana muerta en el mar, el abuelo, el hermano asesinado y el hermano asesino. Un cura con su sermón de podredumbre, en la mirada de los niños; la profesora con su moral hecha un asco, en la mirada de los niños; el loco consumido por el furor que le provoca la injusticia.
Por otra parte, las gitanas, el prostíbulo, el tesoro del Oriflama, la curandera, la fe de Fray Sergio, el angelito, la figura mapuche de Millaray, en fin, y luego la muerte, la desdicha, el abuso insostenible, la pobreza, el hambre, la locura, el llanto, la prepotencia, el crimen contradictoriamente señalado como sostén de la vida.
Todo ello para cobijar una composición resultado de una verdadera siembra y cosecha de preceptos, que han surgido para reinar en nuestras cabezas, para dejarnos en claro que, cada personaje en su estirpe y condición, completa una parte de nosotros. Es decir, sin miedo a equivocarnos, somos la conjunción de todos ellos.
Sobre y bajo Curepto, en la zona central de Chile, habita un mundo que mágicamente camina sus calles, atraviesa puentes, villorrios y sube montañas hasta hundirse en el cielo. Puebla la tierra y se hunde en el cielo el color de los caballos, así como el vuelo de los queltehues. Un mundo que pasa por el lado de los demás, verlo y hacerlo suyo, al final, será un asunto de cada uno.
Un mundo que va apagando su sed con la luz del sol y llenado sus alforjas con la belleza de la muerte, en la convicción que la muerte no existe, o por los menos, no es la tragedia que nos conmueve cada vez.
Prueba de ello es la presencia de Laurita, la hermanita, que tras el terremoto quedó atrapada en los brazos del mar o de la muerte, pero que, prontamente, volvió con sus hermanos, para compartir la vida, en la más alta comprensión. Claro, pero esto es solo cosa de niños.
En este vaivén de estragos, que nos lleva permanentemente de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, donde muchas veces la muerte es la realidad y la vida, el ensueño del mundo creado, podemos entrar sin problema sobre el abismo que nos deja una libertad en plena expansión, con el solo propósito de no tener miedo por nada, sino que, sencillamente hacerse curiosidad por todo, permitiéndonos develar en lo invisible a simple vista, la esencia de nuestra existencia.
Mundo de fantasía y de sueños, que solo los niños pueden habitar, que solo desde nuestra niñez podemos vivenciar, estableciendo nuevas dimensiones lejos de los mandatos de una vida estructurada, que desde hace milenios, nos fue dada, que, si no fue dada por Dios, sepa Dios, entonces, por quién fue.
Por lo mismo, lo que en un primer asomo nos parece una mera ilusión o un sueño, puede ser tan real como las piedras que palpamos en la montaña, de otra forma, si lo que imaginamos y respiramos en su plena luz, testigos de la concreción de nuevas expresiones de vida en la profundidad de cada espacio, lideradas por el ensueño, no fueran reales, les aseguro que, ni las piedras sangrando en la montaña serían reales.
El crimen, que extrañamente, se hace necesario, cuando el desprecio, día a día va calando en lo más hondo del hombre; agujereando de puro dolor la pureza de su sangre, no encontrando otra salida, sino el crimen. La muerte del otro para que en justicia florezca en sí la vida.
Bella paradoja, entonces, que no hace más que llenarnos de interrogantes.






Freddy Mora | Imprimir | 328