sábado 27 de julio del 2024
El Diario del Maule Sur
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Opinión 03-03-2024
El Nuevo Diseño de Dios…
Se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas, y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: “El celo por tu casa me consume”. Entonces los judíos le preguntaron: “¿Qué signo nos das para obrar así?” Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Los judíos le dijeron: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” pero él se refería al templo de su propio cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, los discípulos recordaron que él había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaban en Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su Nombre, al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre. (Jn 2, 13-25)


Para poder entender el alcance de este Evangelio hay tener en cuenta algunas precisiones acerca del Templo de Jerusalén y del lugar que ocupaba dentro del judaísmo. En primer lugar, la exclusividad y unicidad del Templo: la religión del pueblo de Israel no poseía templos (en plural), como ocurría con las religiones paganas de su entorno en esa época y como ocurre en nuestros días, con nuestras catedrales, iglesias y capillas. El Templo, que se constituía como tal por ser considerado la única sede de la Presencia Real de Yahveh, era sólo uno, y se encontraba en Jerusalén, si los judíos diseminados por la diáspora querían hacer la experiencia de adorar a Dios en su Santuario, tenían que viajar hasta Jerusalén (y de hecho así lo hacían para las grandes fiestas, La Pascua, la Fiesta de las Tiendas, la de las semanas -que daría el marco para nuestra celebración de Pentecostés- fiestas que convocaban grandes multitudes de israelitas venidos desde todas las regiones); para vivir la religión durante el resto del tiempo y en otros lugares, existían las Sinagogas en donde se proclamaba, enseñaba, celebraba y meditaba la Ley; las sinagogas, lugares de congregación, podían estar allí en donde hubiera judíos suficientemente organizados, el Templo era único.

En segundo lugar, el Templo, Sede de la Presencia, lugar de asentamiento de la tienda del encuentro y del Arca de la Alianza de los tiempos del Éxodo, era también el único lugar en donde se podían celebrar los sacrificios rituales, tanto individuales como comunitarios, prescritos por la Ley, por eso es que en el patio exterior del Templo de Jerusalén se agrupaban los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y las mesas de los cambistas (ya que para poder comprar los animales destinados para el sacrificio y para hacer ofrendas en efectivo, sólo se podía hacer con las monedas acuñadas en Israel, que no poseían imágenes ni de dioses ni de hombres en lo que nosotros llamamos la “cara” de la moneda, como sí ocurría con las monedas extranjeras).

El Templo, por último, era el asiento de la Santidad de Dios, santidad en la que se fundamenta y se consolida la Alianza con el Pueblo de Israel, convocado a la santidad porque han sido elegidos Su pueblo por El Santo y, más aún Él ha querido vivir en medio de este pueblo. La santidad que implicaba una separación del entorno ordinario, de la vida cotidiana, de los lugares habituales, es por eso que el Templo era un edificio que contenía varios patios más o menos concéntricos, mientras más interior el recinto, más restringida la posibilidad de entrada, hasta el centro del Templo, el Santo de los Santos, a donde sólo tenía acceso el Sumo sacerdote y sólo una vez al año, allí en medio del máximo silencio, de la máxima soledad, de la máxima custodia, estaba depositado el signo de la Presencia Real.

En una primera lectura de este pasaje lo que parece estar en juego en la acción de Jesús, es una crítica al modo como se vivía la religión del Templo, una especie de intento de purificación de las prácticas cultuales, máxime si nos quedamos en las palabras del salmo 96 que Juan recuerda para poder dar un marco de sentido al inusitado “arranque de furia” de Jesús: “El celo por tu casa me devora”; así al menos parecen entender este episodio en la vida de Jesús los Evangelio sinópticos, sin embargo, en el Cuarto Evangelio el gesto de Jesús es mucho más radical que eso, como el propio evangelista consignará en los versículos siguientes: no se trata simplemente de una purificación, se trata de una sustitución, se trata de una superación.

Con la llegada de Jesús y la proclamación de su identidad, hecha en el momento de reconocer el Templo de Jerusalén como “la Casa de mi Padre”, el Templo como memorial de la promesa y depósito de la Presencia, queda superado; el signo de la Presencia ha de ceder su lugar al Dios Presente, la huella impresa en la memoria del pueblo, hecha sólido monumento, se encuentra ahora frente a frente con aquel que la imprimió, hecho carne en la fragilidad de este hombre que ha subido desde Nazaret. El Templo ha quedado superado, no serán necesarios los sacrificios propiciatorios después de la Pascua definitiva: la de Jesús, único sacrificio verdaderamente agradable al Padre, en cuya inminente proximidad el Evangelio sitúa este episodio, por tanto, los vendedores de animales y los cambistas están demás, y son expulsados del patio.

Esta superación, empero, implica un desafío no menor, un desafío a la inteligencia y a la fe; una revelación espléndida que, no obstante, se manifiesta velada en la Encarnación, un desafío a revisar de una vez y para siempre lo que entendemos cuando decimos Gloria, Dios, Santidad y Salvación. La Palabra definitiva es el Cristo Crucificado, la cima del esplendor que ha de refulgir desde la sima de la humillación. El Cuerpo de Cristo es la Sede de la Presencia de una vez y para siempre, sin embargo, es ese cuerpo que se presenta ante nosotros entregado, expoliado, lacerado, estirado en los brazos de la cruz para abrazar a la humanidad entera.

La Santidad entendida como separación de lo cotidiano, el oficio de la santificación como reducto sacerdotal a buen resguardo de la vida ordinaria, también ha quedado superada; sustituido el Templo por el Cuerpo de Cristo, ha de llegar el tiempo de los verdaderos adoradores “en espíritu y verdad”; como anunciará el mismo Jesús a la Samaritana en el cap. 4 del mismo Evangelio de Juan (Jn 4, 23ss); en espíritu pero encarnados en las exigencias de la vida cotidiana, para proclamar la verdad de Dios incluso allí en donde esta verdad encuentre resistencias; estos verdaderos adoradores -que constituirán el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia- estarán llamados a santificar la vida de todos los días, tal como Jesús, laico entre los laicos del Pueblo de Israel, ha hecho santos con su presencia, los lugares de trabajo, las plazas y las calles que han resonado con su voz, los caminos que han sido recorridos por el Dios hecho hombre, las fiestas y las alegrías de los pobres, los lugares ensombrecidos por el dolor, bendecido y sanado por su mano que cura; estos adoradores en el espíritu, habrán de reconocer y salir a proclamar la dignidad del Cuerpo de Cristo, mil veces postergado, explotado, abaratado, en la carne de los que sufren el deterioro, el abandono y la miseria, en los márgenes de nuestra cultura del bienestar, construida sobre una práctica de la exclusión que sigue acumulando y llevando el clamor de los pobres hasta el cielo.

No se trata, entonces de una restauración de las formas tradicionales del culto lo que propone el gesto de Jesús, no se trata de purificar lo que había sido pervertido a lo largo del tiempo, el “celo que devora” el corazón de Jesús en este momento es un celo más radical, el mismo que lo llevó a entregar su vida en sacrificio, para que en la resurrección quedara revelado qué significa la buena noticia de que el verdadero templo en el que Dios mismo quiere habitar es la humanidad, en toda su fragilidad y en el misterio de la inconmensurable dignidad para la cual ha sido creada.

Jesucristo, la palabra hecha carne, que ha plantado la frágil tienda de su corporeidad en medio de nosotros, permitiéndonos así entrever la Gloria del Señor transparentada a través del velo de la humanidad del Siervo, (cf. Jn 1, 14), ha manifestado de modo radical y sorprendente la voluntad que el Padre tenía desde siempre: no esperar en las alturas a que una humanidad alcanzara una santidad abstracta, desencarnada, sino bajar hecho hombre, al encuentro solidario de los hombres y mujeres, que siguen soportando sobre sus cuerpos la laceración de la cruz, pero que construyen con sus manos, que celebran al Señor por habernos dados un cuerpo para amar, un cuerpo para gastarlo al servicio de los demás, un cuerpo para ofrecerlo generoso en la fiesta de la vida.

Raúl Moris G. Pbro.
Freddy Mora | Imprimir | 348