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El Diario del Maule Sur
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Opinión 18-08-2024
El Pan para la Vida Eterna…
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Raúl Moris G. Pbro


El Discurso del Pan de Vida llega a su conclusión en este último pasaje en el que la exposición de Jesús alcanza el tema de la Eucaristía en cuanto sacrificio redentor y en cuanto banquete de comunión.

Los judíos discutían entre sí… Una de las características de este discurso es la tensión dramática creciente que construye el escenario para la revelación que Jesús quiere manifestar, y cuál es la comunidad modelo que el Evangelista quiere perfilar como receptora de esta revelación.

En el primer fragmento del discurso, los interlocutores de Jesús aparecen como una multitud ávida de señales, preguntan, inquieren insistentemente, se sitúan desde su tradición (la mención del Maná, alimento del pueblo peregrino durante el Éxodo, recorre como signo, por cierto, el discurso entero (v 31. 49. y 58), y será precisamente lo que articule las distintas partes del mismo, en cuanto signo incomprendido, que va a permitir el avance de la gradual pedagogía de la revelación de la Eucaristía) sin embargo poco a poco van quedando fuera del ámbito de comprensión: el pueblo convocado para la escucha de la Palabra, ha sido impermeable a su acción, la Palabra los ha querido conducir, ha atravesado su historia entera, ha moldeado esta historia, pero, el corazón de este mismo pueblo ha sido impermeable, no ha permitido que Palabra lo empape y fecunde; Dios ha hecho resonar su voz, la ha modulado en todos los registros posibles desde Moisés a los profetas, pero la comunicación ha sido deficiente porque el pueblo ha cerrado su oído a la inteligencia de la fe, ha cerrado sus ojos a los signos con los que el Señor ha querido expresar el misterio de su voluntad, por mucho que pidan signos se empeña en desconocer los signos que el Señor insiste en proporcionarle.

La multitud congregada en torno a Jesús, repetirá así los gestos del pueblo del Éxodo cerrando los canales de comunión con el propio Dios y de comunión fraterna: la murmuración en vez de plegaria y la oración, (v 41); y -dada su propia ceguera y sordera delante del Signo y la Palabra de Jesús- la violenta discusión…, ya no se trata sólo del deplorable gesto del rezongo en sordina, manifestación amarga de la desinteligencia, de la incomprensión, que encabezaba la sección anterior del discurso; ahora, el pueblo ha dado un paso mayor en su alejamiento: no sólo se ha mostrado incapaz de acoger la actitud del discípulo, que escucha, medita y aprende de la palabra recibida, del signo contemplado, sino también incapaz de configurarse como comunidad: la incomprensión ha derivado en lucha, en combate que rompe los vínculos de comunión, no solo con Jesús, sino entre ellos mismos; tendrá que ser otro el pueblo de discípulos: el que acoja el desafío y la provocación contenidos en la Palabra de Jesús, que no tropiece con ella, sino que de ella, de su ardua inteligencia, saque la fuerza para continuar la marcha tras sus pasos.

El pan que yo les daré es mi carne para la vida del mundo… Y el discurso seguirá ahondando en la revelación del misterio que -bajo el signo del pan, bajado del cielo para ser partido y repartido- nos conducirá a la Eucaristía como conmemoración y actualización del único sacrificio redentor: Cristo entregando su vida; dejando en manos de los hombres su cuerpo para ser colgado en la cruz, derramando su sangre hasta la última gota para la reconciliación del cielo y de la tierra. Resuena en este versículo el verbo “dar”, que junto al verbo “entregar” aparece en varios momentos en el Evangelio de Juan, (en 3, 16, en 10,18, entre otros) expresión de la libertad de Jesús para llevar a cabo la voluntad salvadora del Padre: la cruz no es un acontecimiento fortuito, una fatalidad o un accidente en la “carrera” de Jesús, es su ofrenda generosa al plan de salvación, ofrenda en la que nada se ha reservado, con tal que al hombre –a todo hombre y a todo el hombre- se le abran las puertas del cielo y pueda emprender el camino hacia la vida.

La “Carne” (Sarx) de Jesús, Pan de Vida, alimento que nos nutre en la Eucaristía es -en el lenguaje de Juan- la palabra escogida para sustituir la expresión Soma (Cuerpo), que la tradición de San Pablo y los Sinópticos nos transmiten en el relato de las palabras de la última cena; se trata de su existencia ofrecida a nosotros y por nosotros en la Encarnación: su plena humanidad; no solo la naturaleza humana en su momento primero, que en el relato del génesis es celebrada por el Creador como lo mejor de la creación (cf Gn 1,31), sino la entera condición caída del hombre: su fragilidad, para responder desde esta fragilidad a la llamada primera a la vida que nos ha hecho desde toda la eternidad el Padre, para asimismo –si estamos dispuestos a acoger el don- enseñarnos e invitarnos a tomar parte en su vida; para esto ha acontecido lo que el Evangelista nos anunció en 1, 14: la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros.

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día… Es ese sacrificio redentor, el que se conmemora en la fiesta gozosa de la Eucaristía, y se anuncia en la multiplicación del pan y los peces, cuya explicitación es éste, el discurso del Pan de Vida; es ese sacrificio redentor: el Misterio actual de comunión y signo de la plena comunión futura.

Misterio, porque en el orden de los signos que Dios ha dispuesto para establecer la comunicación con nosotros, comunicación de su querer, comunicación de su propia vida, la Eucaristía es signo singular, que supera incluso la propia economía del signo, que como señal, voz, palabra, gesto, acontecimiento, instalado en el nivel de lo concreto, nos evoca, nos remite a otro nivel: si la Eucaristía fuera sólo anuncio, prefiguración, pregustación de la vida que habremos alcanzado por Cristo en la Resurrección, sería entonces un signo ordinario, na mera representación; sin embargo las palabras de este Evangelio, nos revelan algo mayor: la Vida Eterna no es sólo promesa para aquel que se acerca con fe a la Eucaristía, y toma parte del banquete del pan partido y la sangre derramada, sino que es realidad vivificante actual: la Vida Eterna acontece en el “hoy” de la Iglesia que vive de la Eucaristía; o mejor dicho, a través de la Eucaristía la Iglesia, ingresa en ese “hoy” que es la dimensión eterna de su Señor.

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él… Los escandalosos términos utilizados por Jesús, y que desembocarán en la opción radical a los que los discípulos son emplazados, serán ocasión de contemplar la totalidad del misterio que se nos está revelando y al que se nos está convocando: comer la carne alude a la apropiación por parte del discípulo de la entera dinámica de la Encarnación; comer la carne de Cristo implica la decisión de comulgar con sus palabras, seguir sus pasos, cargar con la cruz de su entrega; beber su sangre, posee toda la fuerza de una provocación: a dejar que su vida fluya por la nuestra, para que recibamos de parte de Él la misma vida que Él mismo no deja de recibir siempre del Padre; y así poder ingresar y perseverar en ese “hoy” de Dios, cuyo único sentido y fuente se encuentra en el querer de Padre mismo que nos ha creado para que lleguemos a participar de la vida, de Su Propia Vida.


El signo eficaz de la Eucaristía, presencia actual y performativa –Sacramento- es la experiencia más viva de la pura gracia del Padre, que nos ha atraído hacia Cristo, para que Él pueda realizar su obra en nosotros, obra por la que se ha jugado la vida; pura gracia del Padre que nos ha entregado a Cristo, para que esa vida entregada, buen pan para ser partido y comido por nosotros, nos mantenga, repare nuestras fuerzas mientras vayamos en camino; para que podamos vivir la realidad de la comunión de los hermanos, hermanados en torno a la misma mesa en donde el mismo pan se reparte una y otra vez, hasta que todos queden saciados cuando a fuerza de ser comensales de esta mesa, -la que se prepara y sirve en la tierra- podamos tomar parte de la que reverbera y late en ella: la mesa inagotable de los hijos en el cielo.
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Freddy Mora | Imprimir | 364