lunes 17 de junio del 2024
El Diario del Maule Sur
FUNDADO EL 29 DE AGOSTO DE 1937
Hoy
Opinión 26-05-2024
EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO…
Raúl Moris G. Pbro.

Con este pasaje concluye el Evangelio de Mateo, la misión visible de Jesús ha llegado a su término y el Resucitado es reconocido ahora como Dios por los discípulos, (la postración es un gesto de adoración que los hombres del pueblo de Israel, como lo son estos discípulos, sólo se realiza delante de Dios), Jesús se despide de los que han seguido sus pasos y sus palabras, de los que han sido testigos de su ministerio, y vuelve al Padre.

Se completa así un ciclo para abrir uno nuevo: se completa el de presencia visible de Jesús, presentado por el Evangelista en el relato de la infancia, como la encarnación del Emmanú-El, anunciado por el profeta Isaías, que ha convocado a sus discípulos y apóstoles, ha caminado con ellos, ha compartido sus cansancios y calmado sus temores, ha animado su esperanza, les ha infundido la alegría de saberse llamados y escogidos, ha respondido con fidelidad inagotable a las vacilaciones en el andar de la comunidad, los ha reprendido, les ha enseñado, les ha hecho palpar la misericordia del Padre; comienza ahora el ciclo de la presencia velada: la del Emmanú-El en el misterio; la presencia a través de la Palabra escuchada, cuidada y transmitida por la comunidad, el tiempo de su presencia en los gestos y signos de la Iglesia, en los Sacramentos, empieza el tiempo de desafío para la Iglesia en reconocer y enseñar a reconocer, al Señor vivo en la fracción del Pan, presente en la asamblea que se reúne en su nombre, presente en sus ministros; interpelándola en medio de los pobres.

Será éste el tiempo de la nueva comunidad, vuelta a fundar por el Resucitado; una comunidad que escucha a su Señor y le obedece: los Discípulos no se congregan de manera espontánea en ese monte de Galilea, -donde hace tres años esta historia comenzara- lo hacen en obediencia al mandato del Señor; porque Él así lo ordena, salen de su estupor, abandonan el temor y se mueven tras sus pasos para conformar la Iglesia enviada a todos los pueblos a anunciar la buena noticia de Jesucristo hasta que Él vuelva, enviada a hacer discípulos suyos de entre todos las naciones, enviada a bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; una Iglesia que se pone en marcha contando incluso con aquellos que reconociendo en Cristo al Señor, no podían todavía dejar de dudar y no obstante se postraban ante Él y se aprestaban para la misión aquí, en esta Iglesia en donde resplandece la acción de Espíritu Santo.

Una comunidad que, no obstante esta obediencia, esta adhesión, no deja de tener vacilaciones, no deja de experimentar el vértigo ante la insondable novedad del Misterio que se está desplegando delante de sus ojos: en el relato de Mateo, los Discípulos, se postran ante Jesús, pero todavía hay espacio entre ellos para la duda; y cómo no dudar si para estos discípulos el reconocer la identidad completa de Jesús, al reconocerlo como Dios significa ir en contra del sistema de creencias en el que han sido formados y que les ha sido inculcado junto con la leche materna.

Un sistema de creencias asentado en un monoteísmo que no admite matices ni modulaciones, que no permite reconocer rango divino alguno en nadie que no sea el Dios inaccesible, el trascendente Dios Altísimo, El-Sadday, cuya distancia con su creatura es inmensa, a tal punto que de Él no puede existir imagen ni representación; un Dios cuyo Nombre no puede ser pronunciado, sino en contadísimas ocasiones; y sin embargo, al mismo tiempo, un Dios que se ha querido revelar cercano, capaz de elegir a un pueblo –al más pequeño de los pueblos- como Su Pueblo; peregrino con él, capaz de compartir con él la persecución y el destierro, deseoso de mostrarle Su Rostro y emprender la marcha con él; y así anunciar al resto de la humanidad que el Señor es Uno, que nada está fuera de su alcance -porque todo es obra de sus manos- que es Eterno y sin embargo quiere entretejer su historia con la historia del hombre; que el Señor es Grande y Poderoso pero siente predilección por lo pequeño y débil, y por eso ha escogido para sí a este Israel peregrino para guiarlo y defenderlo, que ha salido a convocar por amor a los que primero ha creado por amor, que la salvación así como la creación no se debe a otra cosa que al desborde irreprimible de ese amor que llama a las cosas al ser.

Sin embargo, pasar de esta convicción acuñada por los siglos de meditación teológica del pueblo de Israel al reconocimiento sorprendente de que en la Encarnación el Dios-con-nosotros, de verdad se hizo hombre y ese hombre es este mismo Jesús que compartió con sus discípulos el peregrinar humano con sus fatigas y miserias, significó para las primeras generaciones de la Iglesia un arduo camino de comprensión y maduración en la fe.

Pasar de la fe en el Dios Uno e inasible, que no obstante, podemos comprender desde nuestra lógica, al Dios Trino, sin llegar a afirmar la existencia de tres dioses, sino afirmando la diversidad de Dios en el seno de su unidad y de su unicidad; afirmando desde la fe que la Trinidad no rompe la Unidad del solo Dios, sino que revela su más profundo Misterio, es una tarea que la Iglesia demoró más de tres siglos en llevar a cabo, será recién en el siglo IV en el año 325, en el Concilio de Nicea, en donde la Iglesia declara consubstancial (Homousios) (es decir que la naturaleza divina de Jesucristo, Hijo, la comparte con el Padre, siendo dos personas distintas y un solo Dios) definición que es completada en el 381, en el Primer Concilio de Constantinopla, con relación al Espíritu Santo en el radical desafío de abrirse a la revelación del Misterio que, en alas de la fe, eleva a la razón hasta su límite, para alzar la mirada hacia aquella Verdad que se deja tocar por el lenguaje alusivo y elusivo a la vez de la metáfora y de la profecía, y que constituye la noticia de gozo que le ha sido transmitida y puesta en las manos de la Iglesia, para que la humanidad entera la llegue a conocer y alcance la plenitud para la cual fue creada.

Es este el inicio del tiempo de la nueva comunidad de peregrinos, peregrinos que no han quedado huérfanos: a partir de la Ascensión del Señor y después de Pentecostés, será el Espíritu Santo el que permita a la Iglesia del Dios Uno y Trino reconocer el cumplimiento de las palabras del Señor en cada uno de los pasos que emprenda para llevar el nombre de Jesús a todos los confines de la tierra, será ÉL quien la asista en este andar; será Él quien mantenga viva la esperanza en los nuevos desiertos que le corresponda atravesar al pueblo nuevo del nuevo éxodo, será Él, el que nos dará la confianza para reconocer en el Señor a nuestro hermano y llamar como lo hace Jesús, “ABBA” al Padre del Cielo; será el Espíritu el que confirme la fe de la Iglesia de que de verdad Jesús está en medio nuestro hasta el final de los tiempos y que las fuerzas de la muerte, de la dispersión, de la corrupción por más que acechen a la Iglesia, desde dentro y desde fuera, no podrán vencerla jamás.

Será Él quien mantenga vivo el deseo de la unidad, y quien nos recuerde continuamente que ése es el querer del Padre y la tarea pendiente para la Iglesia: la misión de anunciar por todo el mundo y transmitir la misericordia de Dios que ha recibido y reconocido en Jesucristo, y la vocación de hacer de todos los pueblos uno solo que alabe al Señor, interceda por el mundo ante Él, y trabaje por hacer Su Voluntad.

Habrá de ser el Espíritu Santo quien a lo largo de la historia tenga la tarea de recordarle continuamente a la Iglesia de que su misión es la ser de una comunidad de discípulos, que sin dejar de serlo, han de salir a convocar y animar a nuevos discípulos; que el mandato del Señor en este Evangelio no es precisamente lo que parece que quiso entender por tanto tiempo la propia Iglesia cuando en la traducción latina lo vierte así: ite et docete omnes gentes; id y enseñad a todos los pueblos, sino como lo traduce más correctamente ahora: vayan y hagan discípulos míos de todos los pueblos.

Una Iglesia que no ha sido llamada para ser un fin en sí misma, para enseñar desde sí misma, para hacer del mundo entero su corte, para ponerse a sí misma como modelo y como meta, sino para conducir a la humanidad tras las huellas de Cristo; una Iglesia más paciente y acogedora, más compasiva y comprensiva de los procesos humanos, de nuestros adelantos y retrocesos.

Una Iglesia capaz de mostrar sin prepotencia ni autocomplacencia -pero con claridad y valentía- la senda completa que ha quedado trazada por los gestos y palabras de Jesús: en la vida social y personal, en el ámbito de la justicia y de la moral, en el terreno de la política y de la economía como también en el de los afectos.

Una Iglesia que se sabe conducida y conduce de la mano del único Maestro hacia la casa del Padre; una Iglesia que tiene que continuar aprendiendo siempre a ser más discípula y pedagoga, que maestra; una Iglesia que continuamente tiene que recordar que la grandeza del misterio del Dios que la ha convocado la supera, que este Dios Uno y Trino se resiste a ser explicado satisfactoriamente, que la plenitud del significado de esta revelación solo la podremos alcanzar cuando los balbuceos de la teología cesen ante el gozo de tener enfrente nuestro, en la consumación de los tiempos, la visión cara a cara del Dios que nos ha querido llamar hijos, que nos ha querido llamar hermanos, que nos habita con su Espíritu para que sin temor alguno podamos amarlo como Padre.
Freddy Mora | Imprimir | 218