Hoy
viernes 20 de junio del 2025
Opinión 20-06-2025
Inteligencia artificial: el fin de la realidad
Maciel Campos Director Escuela de Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Las Américas
Una imagen vale más que mil palabras: la trillada sentencia con la que damos por hecho el poder de las representaciones icónicas, esto, con el fin de establecer verdades incuestionables y dictar juicios certeros. Ver es creer, repetimos con obstinación, como si la visión fuera el último refugio de la certeza. Pero ¿qué ocurre cuando ya no podemos confiar en lo que vemos?
La televisión primero, en los años 50; las pantallas computacionales después, hacia los 80; y, finalmente, los teléfonos táctiles a partir del 2007, no solo alteraron nuestras formas de consumo, reconfiguraron también hábitos que creíamos inamovibles para comunicarnos, aprender y comprender el mundo. En el proceso, todo quedó expuesto: deseos, miedos, secretos. La vida se volvió ejecutable desde una superficie iluminada. En apenas unas décadas, la existencia comenzó a exhibirse y ofertase; sin reservas, sin cuidados.
Giovanni Sartori, en su ya clásico Homo Videns, advertía cómo la primacía de lo visible sobre lo inteligible venía erosionando la capacidad de abstracción, reduciendo al ser humano a un espectador que ya no piensa lo que ve, sino que simplemente lo consume. Pero hoy, con la irrupción de la inteligencia artificial generativa, el asunto ha mutado en algo mucho más delicado: ya no es solo que veamos sin entender, ahora ni siquiera sabemos si lo que estamos viendo es real.
Las imágenes generadas por IA han superado el umbral de lo equívoco. Atrás quedaron los dedos extra, las miradas vacías y las texturas extrañamente viscosas. Hoy, con aplicaciones como VEO3 de Google o Runway, podemos ver clips tan convincentes como un canguro bebé actuando como animal de apoyo emocional en un aeropuerto o el asalto de un pelotón altamente armado en una ciudad crepuscular. Si no es por un anillo que aparece y desaparece o por un reflejo anómalo en una metralleta, distinguir su autenticidad sería imposible. Y como la inteligencia artificial con sus algoritmos probabilísticos aprende de sus errores, es cuestión de tiempo para que incluso esos detalles desaparezcan.
¿Quién decidirá entonces si lo que vemos es real? ¿qué ocurrirá cuando incluso los hechos documentados puedan negarse por cualquiera con acceso a un editor de texto y un generador de imágenes? En ese mundo, el clip de video ya no será sinónimo de evidencia. Las mil palabras que valía quedarán sepultadas por mil embustes que nadie podrá desmentir.
Frente a esto han comenzado a emerger tecnologías para verificar si un contenido ha sido creado con inteligencia artificial. Herramientas como Winston AI, Hive Moderation y Grok, analizan metadatos, patrones de generación, códigos ocultos y estructuras visuales en busca de la huella digital artificial. Pero incluso estos sistemas son vulnerables ante el vértigo del progreso: los modelos se perfeccionan y las pistas se disuelven.
Y no solo está en juego la verdad, también la salud de nuestras mentes. El neurocientífico Michel Desmurget, autor de La fábrica de cretinos digitales, ha advertido sobre los efectos devastadores del consumo excesivo de pantallas. Sus investigaciones muestran cómo la exposición prolongada deteriora la concentración, el lenguaje, la memoria y el bienestar emocional, especialmente en niños y jóvenes. En un entorno donde la imagen ya no representa lo real, sino lo simulado, esos efectos pueden amplificarse hasta lo irreversible: ansiedad, desconfianza, baja autoestima y una desconexión radical con el mundo tangible.
Estamos entrando en un tiempo incómodo para las relaciones humanas, la verificación de fuentes y el ejercicio mismo de la justicia. Pronto, el disco duro de una cámara no será prueba de nada. Un video podrá ser fabricado con un prompt. Más barato. Más rápido. Más manipulable. En este nuevo escenario, la industria del entretenimiento también enfrentará una transformación radical, y la educación, como la conocemos, se tornará obsoleta: si antes aprendíamos las tablas para multiplicar, en el futuro leer y escribir podría volverse una excentricidad anacrónica, digna de estudio arqueológico.
La realidad —aquella que creíamos compartida— se vuelve cada vez más cara, compleja e inaccesible. Las máquinas mostrarán lo que queramos ver, o lo que alguien desee que creamos. El hombre dudará incluso de su hermano. Cada imagen podrá ser impugnada. Cada relato, discutido. Surgirá una industria de la verificación permanente, una vigilancia que inevitablemente fallará, y con ello el prestigio, la honra y la reputación humana quedarán a la deriva, convertidos en una copia sin su original.
Pocos defenderán los hechos. Muchos se declararán víctimas. Y la mayoría simplemente desconfiará. Porque la realidad ya no será un terreno común, sino que una profunda sospecha compartida.
Una imagen vale más que mil palabras: la trillada sentencia con la que damos por hecho el poder de las representaciones icónicas, esto, con el fin de establecer verdades incuestionables y dictar juicios certeros. Ver es creer, repetimos con obstinación, como si la visión fuera el último refugio de la certeza. Pero ¿qué ocurre cuando ya no podemos confiar en lo que vemos?
La televisión primero, en los años 50; las pantallas computacionales después, hacia los 80; y, finalmente, los teléfonos táctiles a partir del 2007, no solo alteraron nuestras formas de consumo, reconfiguraron también hábitos que creíamos inamovibles para comunicarnos, aprender y comprender el mundo. En el proceso, todo quedó expuesto: deseos, miedos, secretos. La vida se volvió ejecutable desde una superficie iluminada. En apenas unas décadas, la existencia comenzó a exhibirse y ofertase; sin reservas, sin cuidados.
Giovanni Sartori, en su ya clásico Homo Videns, advertía cómo la primacía de lo visible sobre lo inteligible venía erosionando la capacidad de abstracción, reduciendo al ser humano a un espectador que ya no piensa lo que ve, sino que simplemente lo consume. Pero hoy, con la irrupción de la inteligencia artificial generativa, el asunto ha mutado en algo mucho más delicado: ya no es solo que veamos sin entender, ahora ni siquiera sabemos si lo que estamos viendo es real.
Las imágenes generadas por IA han superado el umbral de lo equívoco. Atrás quedaron los dedos extra, las miradas vacías y las texturas extrañamente viscosas. Hoy, con aplicaciones como VEO3 de Google o Runway, podemos ver clips tan convincentes como un canguro bebé actuando como animal de apoyo emocional en un aeropuerto o el asalto de un pelotón altamente armado en una ciudad crepuscular. Si no es por un anillo que aparece y desaparece o por un reflejo anómalo en una metralleta, distinguir su autenticidad sería imposible. Y como la inteligencia artificial con sus algoritmos probabilísticos aprende de sus errores, es cuestión de tiempo para que incluso esos detalles desaparezcan.
¿Quién decidirá entonces si lo que vemos es real? ¿qué ocurrirá cuando incluso los hechos documentados puedan negarse por cualquiera con acceso a un editor de texto y un generador de imágenes? En ese mundo, el clip de video ya no será sinónimo de evidencia. Las mil palabras que valía quedarán sepultadas por mil embustes que nadie podrá desmentir.
Frente a esto han comenzado a emerger tecnologías para verificar si un contenido ha sido creado con inteligencia artificial. Herramientas como Winston AI, Hive Moderation y Grok, analizan metadatos, patrones de generación, códigos ocultos y estructuras visuales en busca de la huella digital artificial. Pero incluso estos sistemas son vulnerables ante el vértigo del progreso: los modelos se perfeccionan y las pistas se disuelven.
Y no solo está en juego la verdad, también la salud de nuestras mentes. El neurocientífico Michel Desmurget, autor de La fábrica de cretinos digitales, ha advertido sobre los efectos devastadores del consumo excesivo de pantallas. Sus investigaciones muestran cómo la exposición prolongada deteriora la concentración, el lenguaje, la memoria y el bienestar emocional, especialmente en niños y jóvenes. En un entorno donde la imagen ya no representa lo real, sino lo simulado, esos efectos pueden amplificarse hasta lo irreversible: ansiedad, desconfianza, baja autoestima y una desconexión radical con el mundo tangible.
Estamos entrando en un tiempo incómodo para las relaciones humanas, la verificación de fuentes y el ejercicio mismo de la justicia. Pronto, el disco duro de una cámara no será prueba de nada. Un video podrá ser fabricado con un prompt. Más barato. Más rápido. Más manipulable. En este nuevo escenario, la industria del entretenimiento también enfrentará una transformación radical, y la educación, como la conocemos, se tornará obsoleta: si antes aprendíamos las tablas para multiplicar, en el futuro leer y escribir podría volverse una excentricidad anacrónica, digna de estudio arqueológico.
La realidad —aquella que creíamos compartida— se vuelve cada vez más cara, compleja e inaccesible. Las máquinas mostrarán lo que queramos ver, o lo que alguien desee que creamos. El hombre dudará incluso de su hermano. Cada imagen podrá ser impugnada. Cada relato, discutido. Surgirá una industria de la verificación permanente, una vigilancia que inevitablemente fallará, y con ello el prestigio, la honra y la reputación humana quedarán a la deriva, convertidos en una copia sin su original.
Pocos defenderán los hechos. Muchos se declararán víctimas. Y la mayoría simplemente desconfiará. Porque la realidad ya no será un terreno común, sino que una profunda sospecha compartida.
Freddy Mora | Imprimir | 48