miércoles 23 de octubre del 2024
El Diario del Maule Sur
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Opinión 16-06-2024
LAS SEMILLAS DEL REINO

Raúl Moris G. Pbro.

La fuerza pedagógica de una Parábola radica en la posibilidad de los múltiples niveles de comprensión que ella permite: puesto que se expresa en el lenguaje de los más sencillos, de los iletrados y puesto que recurre a las cosas y a las circunstancias que pueblan su entorno, su paisaje; puede despertar en los primeros oyentes, en los que la reciben de manera más directa, una inmediata empatía y entendimiento de la Buena noticia, que se está transmitiendo.

Al mismo tiempo, como el lenguaje de la parábola es metafórico y su interpretación es abierta, permite niveles de lectura más profundos, permite que hasta el día de hoy, después de milenios de pensamiento abstracto, después de todos los esfuerzos por generar lenguajes complejos, lo más precisos posible, proceso en el cual corremos el riesgo de olvidarnos muy de prisa de que los orígenes de cualquier forma de comunicación están en el sensible mundo de la cotidianidad, de que cada cosa que decimos de aquello que no podemos conocer a través de los sentidos, se ha elevado desplazándose desde el sencillo suelo de la experiencia, en donde cada metáfora hunde sus raíces, podamos también nosotros encontrar en la lectura y relectura de cada parábola la novedad inicial y renovar la esperanza que Jesús sembró con el anuncio del Reino.

De este modo, las parábolas, que nos evocan y nos traen de vuelta a ese mundo cotidiano del trabajo y de las experiencias de los más sencillos sigan sorprendiéndonos y desafiándonos con su frescura; esa pedagogía que abrazó Jesús para que los hombres y mujeres que las recibían se abrieran al Misterio, alimentaran su esperanza y se decidieran a seguir a este Maestro, que no había salido a buscar a los sabios y entendidos, frecuentando el ágora de los filósofos, sino que vino a proclamar la Buena Noticia para los pobres.

Y cuál es esa buena noticia, que las parábolas de este Evangelio nos transmiten: no una, sino varias: la primera es que el Reino, ese proyecto que Dios desde el principio ha concebido en su corazón para la humanidad y que crece misteriosamente entre nosotros, está en sus manos, oculto todavía en su manifestación última, pero persistiendo tenazmente, como la semilla que despliega sus raíces y sus brotes bajo la tierra esponjada, fuera del alcance de la vista de los que la han sembrado con esperanza; sobreviviendo silenciosa a todos las amenazas, que en lo oculto de la tierra se esconden: los pequeños insectos que pueden hacer presa de ella, la sequedad de la tierra que se niega a acoger su crecimiento, a dejarse traspasar por el lento avance de sus raíces, para llegar a brotar, crecer, y convertirse en alimento generoso, en buen pan; incluso el descuido o la desidia con que podamos haber acogido y luego olvidado el querer de Dios para nosotros: aunque el sembrador se pueda quedar dormido, la semilla sigue desarrollando su ímpetu secreto y subterráneo.

La segunda noticia es que Dios confía en éste, su proyecto del Reino, y confía también en la tierra en donde ha sido sembrado y por eso puede descansar tranquilo hasta la cosecha, porque sabe que la fuerza de ese proyecto se infiltra por si misma y se disemina sutil hasta el momento en que se manifieste en todo su esplendor. El campesino también sabe que no puede ni debe ponerse a escarbar la tierra antes de tiempo, para asegurarse si la semilla sigue allí, para asegurarse de que está creciendo, que esta acción no ayuda, sino que entorpece y malogra los frutos.

Que el crecimiento del Reino se abre paso contando con nosotros, con nuestro esfuerzo, pero también sin nosotros o incluso a pesar de nosotros mismos.

La parábola del Grano de Mostaza, por su parte, nos muestra el misterio del Reino, pequeño en sus orígenes, inmenso en su resultado; ¿Quién podría prever que en el ínfimo grano de mostaza (más pequeño que la pimienta, que el comino, que el sésamo, que la semilla del cilantro) se esconde el arbusto frondoso que dará albergue a los pájaros a su debido tiempo? Y sin embargo es así, lo sabe el que siembra, y tranquilo espera que se despliegue poco a poco la fuerza contenida apenas en la estrechez del germen.

Pero ¿De qué están hablando estas parábolas? Del Reino de Dios -nos explicita el Evangelio- pero también de la Iglesia. Esta es la insignificante semilla desde cuyas entrañas la gracia de Dios hará florecer el Reino en todo su esplendor.

Esta presencia del Reino supone una tensión en nuestra historia: el Reino de los Cielos ya ha sido inaugurado con la Encarnación, y su anuncio ha sido encargado a los Apóstoles y Discípulos del Señor, pero todavía espera el momento de su plenitud; ya está presente en la semilla, que contiene en sí todo lo que será el árbol cuando alcance su completa madurez, pero aún hemos de esperar hasta ver el árbol repleto de frutos.

Entre este ya del Reino anunciado e inaugurado por Jesús, y este todavía no, del Reino que se manifestará en su total esplendor al final de los tiempos, transcurre tenso el peregrinar de la Iglesia, de esta Iglesia que sabemos -y experimentamos- dolorosamente pecadora, pero que confesamos Santa, como santo es el Reino que está llamada a anunciar, a manifestar, a establecer, a descubrir presente allí, dondequiera que la justicia, que la solidaridad, que la defensa de los pobres, que la promoción de la vida, que el descubrimiento del profundo e inevitable vínculo que hermana a la humanidad entera, brotan como expresiones del amor del Padre revelado por el Hijo, como expresiones del pródigo amor con que nos ama Dios.

La buena noticia de estas parábolas radica en el anuncio insistente de la esperanza, de la confianza y de la paciencia: la cosecha vendrá a su tiempo, y allí podremos ver que la insignificante semilla de mostaza, plantada en la pequeña comunidad de los apóstoles, se ha transformado en un árbol que abriga a gentes de todos los pueblos y extiende sus ramas y sus renuevos dando sombra a la tierra entera.
Freddy Mora | Imprimir | 295