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lunes 19 de mayo del 2025
Opinión 13-08-2023
Navegando con Viento en contra…

Raúl Moris G., Pbro.
La imagen de la barca que navega con el viento en contra, en medio de las olas, sorteando la tormenta, sacudida con fuerza por el mar embravecido, pero sin hundirse, ha sido desde los primeros tiempos del cristianismo una de las imágenes más recurrentes, tanto de la Iglesia, como de la fe que la sostiene; precisamente es este episodio, relatado por Mateo, uno de los que da origen a esta imagen.
Es oportuno tener en cuenta que, cuando el Evangelista recuerda a su comunidad este momento de la vida de la de los apóstoles, la Iglesia, que está creciendo, que ya ha cubierto la cuenca oriental del Mediterráneo, en esos primeros años de encendido celo, de evangelización entusiasta, está ahora conociendo el sabor del desaliento; han comenzado a soplar –y arreciarán con fuerza cada vez más devastadora- los vientos de la persecución, ha comenzado el tiempo en que la fe inicial de estos hombres y mujeres enamorados del anuncio del Reino, embriagados de esperanza por las palabras y la persona de Jesús, se ve enfrentada a la prueba de la perseverancia en la espera, del creciente recelo, de la hostilidad declarada. El discípulo llamado a ser apóstol, el apóstol llamado a ser profeta y servidor de sus hermanos, está siendo ahora convocado a ser testigo (mártüs) de su sangre derramada por esa fe, a la que le ha entregado la vida, está siendo ahora llamado al martirio.
Abre Mateo este pasaje de su Evangelio con una expresión inequívocamente dura: “Jesús obligó a sus discípulos a embarcarse”, el verbo utilizado no deja lugar a muchas interpretaciones, no se está tratando de una invitación, de una exhortación: el Señor ejerce fuerza sobre sus discípulos con su Palabra, para que éstos emprendan su travesía. ¿Qué está detrás de esta navegación solitaria de los discípulos mientras Jesús se retira al monte para entrar en comunicación con su Padre? ¿Por qué Mateo usa el verbo “obligar”, “forzar”?
La respuesta navega por dos cauces que son profundamente convergentes: se trata de animar la vida de las comunidades, que en repetidas ocasiones tienen que haber sentido el temor de aventurarse solas, y más encima contra corriente, que en repetidas ocasiones se habrán preguntado: Si el Señor ha vuelto al Padre, ¿Es que nos ha abandonado? Si nos ha dicho que volvería, ¿Por qué no lo hace pronto, ahora que recrudece el vendaval y los brazos en el timón y los remos comienzan a flaquear por el miedo y el cansancio?
Se trata, por otra parte, de aprovechar la ocasión para hacer una proclamación mesiánica contundente: de declarar desde el riesgo de la fe a la intemperie, quién es realmente este Jesús que ha puesto a su Iglesia en tal situación; y sostener su travesía en esa fe, que lo reconoce como el Señor, más que de quedarse a la orilla con un Jesús que está contando con la entusiasmada –pero veleidosa- aprobación de la gente que ha sido testigo de la multiplicación del pan y los peces.
El episodio nos relata una prueba de madurez de la comunidad: si Jesús ha tenido que obligarlos a embarcarse es porque a esos discípulos les cuesta desprenderse de la calidez de su cercanía para avanzar solos y hacer su parte en el envío; pero, si el discípulo es un enviado, ¿Cómo hablar de envío sin distanciamiento?
La experiencia de los discípulos en la barca es la de la crisis, no se llega a madurar sin haber pasado por esos momentos de cruda vacilación, de ruptura y quiebre de las seguridades primeras, de verse enfrentado a la necesidad de combatir solo el combate frente al difuso enemigo, que nuestros miedos parecen erigir por todos los flancos, la experiencia de los discípulos en la barca es la de la aparente ausencia del Señor, aparente por cierto, porque los discípulos han de aprender qué significa la presencia en el misterio, que significa hablar de -y desde- la presencia invisible del Señor.
Los discípulos en medio del lago, de cara al temporal, se habrán sentido abandonados a su suerte; su confianza se ha debilitado, las palabras de aliento que han escuchado de parte de Jesús les deben estar resonando lejanas, irreales, a tal punto, que Jesús, viniendo a ellos sobre las aguas, les parece sólo una aparición, un fantasma; tanto como les cuesta reconocerlo saliendo a su encuentro en tales circunstancias, así cuanto nos cuesta reconocerlo a nosotros por la vía de los sacramentos, presente en medio del caminar de un mundo que por momentos parece ni querer acordarse de Él, relegando su Palabra, o lo que es peor, despojándola de sentido a fuerza de repetirla como lugar común, como frase dicha por compromiso.
Pero el evangelio es claro, la presencia de Jesús junto al Padre, no significa ausencia respecto de la comunidad de discípulos, Jesús que se ha retirado a orar, y ha permanecido solo hasta la madrugada, sabe qué está pasando con sus amigos en medio de la tormenta, en medio de la noche, en medio de las aguas; su ausencia es vigilia atenta, y por eso –y a su tiempo- se manifiesta a ellos, recordándoles que su promesa de estar junto a sus discípulos hasta el fin de los tiempos (Mt 27,20b) es palabra fiel, promesa irrevocable.
Jesús camina sobre las aguas, con su presencia en la barca el viento se calma, y los discípulos postrándose ante Él hacen la confesión de fe: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”. En el mundo cultural en el que viven los discípulos, el gesto de caminar sobre las aguas es un signo mesiánico tan eficaz como el de la multiplicación de los panes, que acababa de acontecer; este último, porque conectaba el actuar de Jesús con las palabras de los profetas, que anunciaban los tiempos del Mesías como tiempos de sobreabundancia (Is 55,1-4); el caminar sobre las aguas, más aún sobre las aguas embravecidas por la tormenta, y más encima de noche, porque recuerda antiguas tradiciones judías, según las cuales una de las sede de los demonios, son las profundidades del mar, Jesús invicto sobre la furia de los elementos, es el Señor, Dios vencedor de los demonios, dueño y señor de la naturaleza que Él ha creado, que hace palpable su presencia salvadora en medio de su pueblo.
Sin embargo esta fe que al final del relato es proclamada unánime por la comunidad, necesita purificación en el caminar de la Iglesia: Pedro, el timonel de la barca, requiere confirmación: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro caminando sobre el agua”; confianza aún permeable a la duda, confianza que ante el agobio circundante se desploma: Pedro ya está haciendo frente a la furia de los elementos, asistido por la fuerza del Señor; Pedro está ya caminando sobre la turbulencia de las olas, cuando se interponen sus miedos, cuando se levantan ante él los demonios y monstruos que el imaginario de su propia cultura ha cultivado, y lo vuelven a vencer, sin embargo, aún queda en él la suficiente fe para reconocer al Señor como su salvador, y ese grito desgarrado lo salva de hundirse.
El posterior gesto y la palabra de Jesús son una vez más manifestación de su propia confianza y esperanza delante de los que él se ha escogido como amigos: la mano extendida que sostendrá a Pedro y le impedirá sumergirse, y la reprimenda a bordo, son elocuentes: el Señor ha elegido a su Iglesia, y no descansará en su empeño de asistirla, Él convertirá en fortaleza la fragilidad de los que ha llamado a ser testigos de su fidelidad, aun cuando su propia torpeza les juegue porfiadamente una y otra vez en contra, aun cuando arrecie contra ellos incesante el viento devastador de los tiempos.
Freddy Mora | Imprimir | 752