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domingo 04 de mayo del 2025
Opinión 04-05-2025
Para que el amor sea correspondido

Tomas Errázuriz
Académico, Campus Creativo, Universidad Andrés Bello
A casi todo el mundo le gustan los árboles grandes. Gustan porque nos cuidan: nos dan sombra cuando el sol quema, enfrían el aire sobre el cemento recalentado, filtran el polvo y amortiguan el ruido. Hacen más amable la ciudad. Nos permiten caminar más despacio, aguardar desde un refugio, sentarnos bajo sus ramas. Y también nos cuidan de otra forma, más difícil de nombrar: al recordarnos que hay vida que crece sin prisa y que existía mucho antes de que llegáramos, y que, a su vez, sostiene otras formas de vida —pájaros, insectos, líquenes— y, a veces, también a nosotros.
Si tanto los valoramos en su plenitud, en su madurez generosa, ¿por qué nos cuesta tanto cuidar de ellos cuando aún son frágiles, cuando apenas despuntan como brotes tímidos en la tierra? En nuestros recorridos diarios —en la calle donde vivimos, frente a la panadería, junto al paradero del bus— es común ver árboles jóvenes que batallan por sobrevivir: sin agua, sin suficiente tierra, sin guía ni cuidados. A diferencia de los cachorros o de los niños pequeños, nos cuesta conectar emocionalmente con estas ramas nuevas, flacas, un poco torcidas. Cuesta imaginar que en ellas se esconde un futuro árbol grande. Rara vez nos detenemos a pensar cómo sería ese mismo lugar en veinte años, si ese árbol —ese que hoy parece apenas un palo seco— recibiera desde ahora el cuidado que necesita.
Los árboles en la ciudad no eligieron estar allí. Fueron puestos por nosotros, muchas veces en condiciones adversas. Les pedimos que crezcan donde el suelo es duro, el espacio estrecho y el entorno impaciente. Les exigimos que se adapten. Por eso, a diferencia del bosque, aquí su supervivencia suele depender de los humanos. No porque así lo quiera la naturaleza, sino porque los hemos traído a vivir en un lugar que no les pertenece. Y en ese contexto forzado, cualquier gesto importa: echarles agua en verano, no quebrar sus ramas al pasar, quitarles el plástico que se enreda en su base, aprender a mirarlos como algo más que decoración.
Cuesta pensar en los árboles como algo más que paisaje. Pero si aceptamos que también sienten —que perciben, que recuerdan, que se estresan, que responden al entorno— entonces quizás el cuidado no sea solo una cuestión de responsabilidad, sino también de relación.
Ojalá tuviéramos una pulsión tan natural por cuidar árboles jóvenes como la que sentimos por otros organismos que empiezan la vida. Ojalá no solo pudiéramos decir que a todas las personas nos gustan los árboles viejos, sino también que a todos los árboles viejos les gustan las personas.
Académico, Campus Creativo, Universidad Andrés Bello
A casi todo el mundo le gustan los árboles grandes. Gustan porque nos cuidan: nos dan sombra cuando el sol quema, enfrían el aire sobre el cemento recalentado, filtran el polvo y amortiguan el ruido. Hacen más amable la ciudad. Nos permiten caminar más despacio, aguardar desde un refugio, sentarnos bajo sus ramas. Y también nos cuidan de otra forma, más difícil de nombrar: al recordarnos que hay vida que crece sin prisa y que existía mucho antes de que llegáramos, y que, a su vez, sostiene otras formas de vida —pájaros, insectos, líquenes— y, a veces, también a nosotros.
Si tanto los valoramos en su plenitud, en su madurez generosa, ¿por qué nos cuesta tanto cuidar de ellos cuando aún son frágiles, cuando apenas despuntan como brotes tímidos en la tierra? En nuestros recorridos diarios —en la calle donde vivimos, frente a la panadería, junto al paradero del bus— es común ver árboles jóvenes que batallan por sobrevivir: sin agua, sin suficiente tierra, sin guía ni cuidados. A diferencia de los cachorros o de los niños pequeños, nos cuesta conectar emocionalmente con estas ramas nuevas, flacas, un poco torcidas. Cuesta imaginar que en ellas se esconde un futuro árbol grande. Rara vez nos detenemos a pensar cómo sería ese mismo lugar en veinte años, si ese árbol —ese que hoy parece apenas un palo seco— recibiera desde ahora el cuidado que necesita.
Los árboles en la ciudad no eligieron estar allí. Fueron puestos por nosotros, muchas veces en condiciones adversas. Les pedimos que crezcan donde el suelo es duro, el espacio estrecho y el entorno impaciente. Les exigimos que se adapten. Por eso, a diferencia del bosque, aquí su supervivencia suele depender de los humanos. No porque así lo quiera la naturaleza, sino porque los hemos traído a vivir en un lugar que no les pertenece. Y en ese contexto forzado, cualquier gesto importa: echarles agua en verano, no quebrar sus ramas al pasar, quitarles el plástico que se enreda en su base, aprender a mirarlos como algo más que decoración.
Cuesta pensar en los árboles como algo más que paisaje. Pero si aceptamos que también sienten —que perciben, que recuerdan, que se estresan, que responden al entorno— entonces quizás el cuidado no sea solo una cuestión de responsabilidad, sino también de relación.
Ojalá tuviéramos una pulsión tan natural por cuidar árboles jóvenes como la que sentimos por otros organismos que empiezan la vida. Ojalá no solo pudiéramos decir que a todas las personas nos gustan los árboles viejos, sino también que a todos los árboles viejos les gustan las personas.
Freddy Mora | Imprimir | 84