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El Diario del Maule Sur
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Opinión 04-06-2023
TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO…

Raúl Moris G. Pbro.



La historia de la salvación tiene un primer protagonista: Dios mismo, y un movimiento que no cesa, que no deja de fluir desde el corazón del Padre: su amor. la Primera Carta de Juan, fruto de la misma tradición que nos transmitió este fragmento de la conversación entre Jesús y Nicodemo, nos afirma: Amamos a Dios, porque Él nos amó primero (1Jn 4, 19); contemplar nuestra historia desde el Evangelio de hoy, nos ayuda a entrar en el más hondo sentido de esa expresión.

La única razón que podemos llegar a vislumbrar acerca de por qué estamos aquí, porqué existe el mundo, qué tenemos que esperar para nuestras vidas, nuestras preguntas, el sentido de nuestro habitar en el mundo, es esa afirmación que ha sido pronunciada por Dios desde la eternidad y que ha querido dárnosla a conocer en el transcurso de nuestra historia: su propio amor, que, porque es fecundo y originario, porque se trata de un amor que no puede sino difundirse, ha creado un universo para hacerlo paisaje y escenario de ese amor, y en ese universo ha creado al hombre, destinatario capaz de aceptar la invitación de ser el receptor de esa llamada primera y así llegar a entablar un diálogo con su Creador.

Del mismo modo, la entera Historia de la Salvación, no es sino el relato y el acontecer del despliegue de ese amor primero, que ha salido en nuestra búsqueda, entrando desde su eternidad a nuestro tiempo y a nuestra propia historia –la de la humanidad, la de los pueblos- para invitarnos, sin coacción alguna, a que reconozcamos su presencia, viva y operante, en medio nuestro y respondamos a la atracción de su amor, porque el que ama de verdad, ama siempre la libertad de otro y al otro en su libertad.

Así, la historia de ese aventurarse en el anuncio y en la ofrenda de la vida en abundancia, es la de la fidelidad de un Dios que no se cansa de llamar, que no cierra jamás las puertas al diálogo y al perdón, que se esfuerza por bajar a nuestro encuentro; pero es también la historia de nuestro asentimiento, con sus aciertos y sus tropiezos, de nuestro caminar a tientas, de nuestra resistencia a reconocer los senderos por donde transita la vida, o -aunque los reconozcamos- empeñarnos en marchar por otros; esta historia es asimismo el relato de nuestros deseos de ser fieles a este clamor que viene del Señor, pero también el de nuestra propia porfía e infidelidad.

Es la historia de un Dios Padre, que nos regala la vida, que nos espera, que nos ha construido la casa que es el mundo, para que vivamos en ella, y en el transitar por ella, seamos capaces de descubrir que ella es signo de Su casa, la casa del Padre: la Patria, que es la meta de nuestro andar; la historia de un Padre, que ha enviado a su Hijo a nacer como hombre, para que como hombre pudiera también pronunciar ese Sí que lo constituye como Hijo desde toda la eternidad.

Se trata de la historia de un Dios Creador, que nos ha convocado a la vida, regalándonos el don más preciado, y nuestra semejanza con él, el don de la Libertad, don que, asimismo, es el más riesgoso, puesto que con el ejercicio de la libertad humana, ha entrado también en nuestra historia ese otro misterio, que hace resonar ominoso, sus pasos en nuestro andar: el misterio de la desobediencia, del desorden en los afectos, precisamente en el pleno ejercicio de ésta, nuestra libérrima capacidad de opción.

¿Nos habría podido crear Dios sin esa libertad, por medio de la cual podemos apartarnos de su camino y del designio de vida y amor que ha concebido para nosotros desde el principio? Sin duda, sí, pero a costa de la semejanza, a costa de esa humanidad tan querida por Él, cuanto que es lo que en la creación más evoca su identidad soberana; nos ha preferido libres, capaces incluso de decirle no a su llamada, capaces de establecer con Él un diálogo que busca la comunión en la diferencia, en cuyo encuentro puede brotar en nosotros un amor hacia Él, capaz de hacer justicia al que Él mismo nos tiene.


Por eso, es también ésta la historia del Dios Hijo, que en generoso despojo de sí, por obediencia al Padre y gratuito amor a nosotros, ha nacido en un pesebre, ha aprendido a amar con un corazón de hombre, ha expresado su amor por el Padre con voz de hombre, ha conocido y abrazado el dolor de la humanidad y su angustia, ha trabajado con sus manos, se ha fatigado recorriendo nuestras sendas, se ha entregado hasta la muerte, porque nada de lo humano le ha sido ajeno; ha resucitado, para que así ocurra con nosotros.

Y es ésta también la historia del Dios Espíritu Santo, cuyas alas no permanecen jamás quietas, Aliento de Dios que crea la vida y la renueva, Susurro de Dios que despierta el oído de los Profetas y desata sus labios, Resplandor de Dios que abre los ojos de los Apóstoles y encamina sus pasos, presencia inasible de Dios: Nube, Fuego, Brisa, que conduce al pueblo hacia la tierra de la promesa, que hace salir de en medio de ese mismo pueblo a los pastores que caminarán al frente y presidirán la procesión de la Iglesia peregrina; Paráclito, Defensor, Consolador, Intérprete, que ilumina la mente del corazón de los fieles para que crean en Jesús y crean en su Palabra, que es la única que nos salva; Paloma que agita el corazón de la Esposa, La Iglesia, y pone en sus labios la primera y última invocación: Marana-Tha! ¡Ven, Señor Jesús!

Espíritu Santo Dios, que nos faculta para reconocer que la verdad más íntima y rotunda, esa Verdad, -así con mayúscula- no es otra cosa que este amor siempre fiel, y nos impulsa a responder con fidelidad a Aquel que nos ha creado para salir a nuestro encuentro y amarnos por siempre.


Esta es la historia de la Santísima Trinidad, que no estamos solo llamados a contemplar, sino a manifestarla en nuestras relaciones, a partir del esfuerzo de reconocer su impronta en cada uno de los que conformamos la familia humana, en nuestros acuerdos y divergencias, en nuestros consensos y diferencias, y, reconociéndola, reconociendo-nos, recoger el desafío de construir una comunidad, una sociedad y una cultura, diversa, en la multiplicidad de expresiones de la vida que se difunde abriéndose paso por todos los cauces, que viene a nuestro encuentro como puede y como quiere; una e inagotable en su origen, como Uno e inconmensurable, también es la meta y el propósito de este peregrinar juntos.

Freddy Mora | Imprimir | 403