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domingo 15 de junio del 2025
Opinión 10-06-2025
UN ENCUENTRO EN LA PALABRA Taller Literario de la “AGRUPACIÓN CULTURAL GERMÁN MOURGUES BERNARD”
LA FOTO
Mariano Roca
Había escuchado hablar de lo paranormal muchas veces: que hay presencias misteriosas, que los espíritus cohabitan nuestro mismo espacio pero que no los podemos ver, que son seres de otras dimensiones y muchas otras cosas más. Nunca, hasta ahora, había creído en ese mundo del cual no tenía ninguna evidencia empírica, solo referencias de otros y, honestamente, me cuesta creer en lo que dicen los demás. Solo creo, como diría Santo Tomás, en lo que veo con mis propios ojos.
He dicho que hasta ahora había sido un incrédulo; aunque en realidad, no sé si he dejado de serlo. Hoy… no estoy seguro de nada, solo sé que ahora concibo la posibilidad de que exista algo más allá de la explicación racional. No digo que se trate de espíritus, pero, por lo menos, creo que existen cosas que la racionalidad no puede explicar. Lo que no significa —insisto— que sean cosas sobrenaturales o, como las llaman hoy, paranormales. Lo que me lleva a declarar esto es un hecho que me aconteció no hace mucho y sobre el cual aún no he podido encontrar una explicación.
Este suceso, que de momento no tiene ninguna lógica, está relacionado con una fotografía. Hace muchos años, durante mi adolescencia, viví durante un verano uno de los más intensos amores que recuerdo. O más bien, un rabioso enamoramiento, hermoso y doloroso a la vez. Creo que en este amor se confabularon todos los componentes de los que hablaba Diotima de Mantinea cuando se refería a Eros: abundancia y pobreza, Poros y Penía, el deseo de algo que no se puede alcanzar. Fue un amor pasajero, tan fugaz como las olas en la arena, cuya huella desaparece como el gesto trazado en el aire. Amor en el que se adivinaba aquello que declaraba el poeta: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”.
El verano aquel pasó con la fugacidad de un cometa en mi vida, acercando esta ilusión para después alejarla cruelmente. Creo que la pasión era compartida, del mismo modo como lo fue el sufrimiento de la ausencia. Así, al despedirnos, me regaló una foto suya tomada con una Polaroid —esas cámaras que estuvieron de moda allá por los años setenta—. Guardé su imagen como un tesoro, sabiendo que probablemente nunca más la tendría cerca. Aunque existía la posibilidad de volver a verla al verano siguiente, la idea de que ese amor incipiente se convirtiera en algo permanente me parecía remota.
Efectivamente, al año siguiente, para alegría nuestra, nos reencontramos y la llama de la pasión se reavivó, hasta que el verano llegó a su fin. Recuerdo que la despedida fue particularmente dolorosa, pues intuíamos que sería la última vez que nos veríamos. De vuelta a mi rutina de estudiante, mi único consuelo era observar su foto y ver cómo se iba desvaneciendo. La imagen de esa mujer que me quitaba el sueño se difuminaba lentamente.
Los años pasaron, llegaron nuevos amores y casi la había olvidado. Sin embargo, al mudarme de ciudad, encontré su foto entre mis cosas, ya muy desteñida por el tiempo —esas fotos no eran precisamente duraderas—. Y aquí viene lo extraordinario: la imagen comenzó a volverse cada vez más nítida a medida que pasaban los días, algo realmente inexplicable.
Bueno, la historia es que —no sé si esto tendrá alguna conexión con lo paranormal—, tras algunos meses viviendo en una ciudad que no era ni la mía ni la de ella, algunos días después del fenómeno de la foto, entre la marea del tráfico de la ciudad, nos encontramos de la forma más inesperada y fugaz, como el destello de un flash fotográfico.
A mediodía, cuando me dirigía a mi hogar, debí detenerme en un semáforo. Entonces ella, a quien con gran perplejidad reconocí de inmediato, abrió la puerta y se subió como si la hubiese visto el día anterior. Recorrimos un par de cuadras en una conversación inconexa. En el siguiente semáforo, se bajó intempestivamente, de la misma manera como había subido y nunca más la volví a ver.
Busqué la foto, que había guardado en un cajón del escritorio, y estaba completamente en blanco. Hasta hoy me pregunto si fue un sueño o una realidad.
Mariano Roca
Había escuchado hablar de lo paranormal muchas veces: que hay presencias misteriosas, que los espíritus cohabitan nuestro mismo espacio pero que no los podemos ver, que son seres de otras dimensiones y muchas otras cosas más. Nunca, hasta ahora, había creído en ese mundo del cual no tenía ninguna evidencia empírica, solo referencias de otros y, honestamente, me cuesta creer en lo que dicen los demás. Solo creo, como diría Santo Tomás, en lo que veo con mis propios ojos.
He dicho que hasta ahora había sido un incrédulo; aunque en realidad, no sé si he dejado de serlo. Hoy… no estoy seguro de nada, solo sé que ahora concibo la posibilidad de que exista algo más allá de la explicación racional. No digo que se trate de espíritus, pero, por lo menos, creo que existen cosas que la racionalidad no puede explicar. Lo que no significa —insisto— que sean cosas sobrenaturales o, como las llaman hoy, paranormales. Lo que me lleva a declarar esto es un hecho que me aconteció no hace mucho y sobre el cual aún no he podido encontrar una explicación.
Este suceso, que de momento no tiene ninguna lógica, está relacionado con una fotografía. Hace muchos años, durante mi adolescencia, viví durante un verano uno de los más intensos amores que recuerdo. O más bien, un rabioso enamoramiento, hermoso y doloroso a la vez. Creo que en este amor se confabularon todos los componentes de los que hablaba Diotima de Mantinea cuando se refería a Eros: abundancia y pobreza, Poros y Penía, el deseo de algo que no se puede alcanzar. Fue un amor pasajero, tan fugaz como las olas en la arena, cuya huella desaparece como el gesto trazado en el aire. Amor en el que se adivinaba aquello que declaraba el poeta: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”.
El verano aquel pasó con la fugacidad de un cometa en mi vida, acercando esta ilusión para después alejarla cruelmente. Creo que la pasión era compartida, del mismo modo como lo fue el sufrimiento de la ausencia. Así, al despedirnos, me regaló una foto suya tomada con una Polaroid —esas cámaras que estuvieron de moda allá por los años setenta—. Guardé su imagen como un tesoro, sabiendo que probablemente nunca más la tendría cerca. Aunque existía la posibilidad de volver a verla al verano siguiente, la idea de que ese amor incipiente se convirtiera en algo permanente me parecía remota.
Efectivamente, al año siguiente, para alegría nuestra, nos reencontramos y la llama de la pasión se reavivó, hasta que el verano llegó a su fin. Recuerdo que la despedida fue particularmente dolorosa, pues intuíamos que sería la última vez que nos veríamos. De vuelta a mi rutina de estudiante, mi único consuelo era observar su foto y ver cómo se iba desvaneciendo. La imagen de esa mujer que me quitaba el sueño se difuminaba lentamente.
Los años pasaron, llegaron nuevos amores y casi la había olvidado. Sin embargo, al mudarme de ciudad, encontré su foto entre mis cosas, ya muy desteñida por el tiempo —esas fotos no eran precisamente duraderas—. Y aquí viene lo extraordinario: la imagen comenzó a volverse cada vez más nítida a medida que pasaban los días, algo realmente inexplicable.
Bueno, la historia es que —no sé si esto tendrá alguna conexión con lo paranormal—, tras algunos meses viviendo en una ciudad que no era ni la mía ni la de ella, algunos días después del fenómeno de la foto, entre la marea del tráfico de la ciudad, nos encontramos de la forma más inesperada y fugaz, como el destello de un flash fotográfico.
A mediodía, cuando me dirigía a mi hogar, debí detenerme en un semáforo. Entonces ella, a quien con gran perplejidad reconocí de inmediato, abrió la puerta y se subió como si la hubiese visto el día anterior. Recorrimos un par de cuadras en una conversación inconexa. En el siguiente semáforo, se bajó intempestivamente, de la misma manera como había subido y nunca más la volví a ver.
Busqué la foto, que había guardado en un cajón del escritorio, y estaba completamente en blanco. Hasta hoy me pregunto si fue un sueño o una realidad.
Freddy Mora | Imprimir | 77